18/04/2017

Tucumán

Un Arca de Noé en La Madrid

Los irreparables daños ocasionados por las lluvias y el desborde de ríos en localidades del sur de Tucumán tienen como oscuro trasfondo la muerte y el sufrimiento de miles de animales que forman parte fundamental del ecosistema y de la supervivencia de los habitantes de la zona. Hace falta mucha ayuda.
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Una pira de cerdos muertos en lo alto de un techo precario en La Madrid. Fotos gentileza Grupo de voluntarios Lamadrid SOS

"Entonces envió a la paloma,

pero ésta ya no volvió más a él"



Los irreparables daños ocasionados por las lluvias y el desborde de ríos en localidades del sur de Tucumán tienen como oscuro trasfondo la muerte y el sufrimiento de miles de animales arrastrados por el agua, abandonados, estancados y muriendo de a poco en el barro, infectados, devorados en vida por los gusanos.

Descartemos desde ya cierta clase de apresurados cuestionamientos: Habiendo en La Madrid y otras zonas inundadas miles de personas que lo perdieron todo, ¿cómo preocuparnos tanto o más por los animales? La respuesta pasa por invertir esa igualación malintencionada: los animales, domésticos y de granja, para compañía, alimentación o comercio son seres vivos en sí mismos, una parte fundamental del ecosistema y de los habitantes de las comunidades, de ese todo perdido que se intenta recuperar aunque los mismos damnificados, en el medio de la catástrofe, no lo hayan visto así.



El Génesis refiere que por mandato de Yavéh Noé construyó una enorme embarcación en la cual debería resguardar a los ejemplares que sobrevivirían para repoblar el planeta tras la destrucción por agua. Como prueba de veracidad, es sabido que existen relatos sobre desastres similares en la tradición de muy distintas culturas en el planeta. En un cuento llamado "Los advertidos" el escritor cubano Alejo Carpentier reúne y recrea esas versiones; el hombre de Sin Noé en su barca enviado por Iaveh, el mesopotámico Amaliwak  por su dios “La gran-voz- de-quien-todo- lo-hizo”, Our-Napishtim y el griego Deucalion, los otros elegidos, se encuentran así y coinciden en su misión de rescatar a hombres y animales. Aunque no termina de la mejor manera, en este relato ni los dioses ni los elegidos y sus navíos son uno sino varios, lo que multiplicaba las posibilidades de supervivencia.

Habiendo descendido las aguas, el primer escollo -y el más leve de todos- que ofrece el ingreso en La Madrid es el irregular terraplén que suplanta el trozo de ruta que fue destruido para agilizar la salida del agua. Avanzando por la ruta, notamos que todavía persisten varias carpas con personas que aún no han retornado a sus casas y pasan los días en condiciones paupérrimas.

Entramos en el pueblo con un grupo de voluntarios -el grupo de Whatssap se llama Lamadrid SOS- convocados para dar asistencia a los animales de la zona, alimento y atención sanitaria en la medida de nuestras posibilidades. La plaza de La Madrid semeja un improvisado y populoso campamento con remembranzas de películas de guerra o desastres naturales en donde personas se alimentan, recogen ropa, se atienden con personal médico, colaboran. Alrededor, traliers del estado, policías y gendarmes que van y vienen, particulares que se acercaron a dar una mano, gente que va y viene.

Apenas descargamos las bolsas la gente se empieza a acercar sin vergüenza. Maíz para las gallinas y los chanchos, alimento para los perros, algo para los caballos. Algunas personas vienen ya no para llevar sino para compartirnos la preocupación por sus animales atrapados en el barro de las zonas menos accesibles. Dos señoras, una mayor que se vino caminando para hacer trámites en Anses y otra que todavía está alojada en la Escuela 296 se lamentan por sus cabras. Se les hinchan las patas, se están muriendo de a poco, están decaídas. A la pregunta de cuántas cabras tenían ambas responden que unas cien: a razón de un centenar de ejemplares caprinos por cabeza, pensamos, la cosa se pone cada vez más preocupante.

Y las dos mujeres son de Las Ánimas, un zona alejada de La Madrid de casi imposible ingreso y cuyo nombre empieza a perseguirnos. Hacia allí nos dirigimos pero al llegar a una de las entradas dos hombres que permanecen al costado de la ruta en una tienda nos describen la dura realidad: es imposible llegar, hay seis o siete kilómetros de camino de barro puro; el camión de Gendarmería, seguramente con doble tracción, quiso hacer el trayecto y hubo que sacarlo con tractores.

Volvemos al pueblo y buscamos una zona en donde tal vez no haya llegado ayuda aún. Es evidente que a la pobreza del lugar se ha sumado el daño de la crecida. En las primeras casas, varios perros flacos, alguno baleado, gatos descalcificados que arrastran las caderas a pesar de su juventud, perros embichados. Todos son revisados, desparacitados y reciben la inyección que corresponda. Difícil por lo demás recomendarles una alimentación cuidada de sus animales a quienes quizá no tienen para comer ese día.



Hecho lo que se podía cruzamos la ruta para pasar al otro lado y adentrarnos por unas angostas calles de barro que conducen a puntos inhóspitos. A pesar de los varios días trasncurridos ya sin lluvias el barro aún domina La Madrid. El barro da la sensación de parecerse al barro original, al barro del que se formó el mundo y el hombre, al que oponía resistencia a las botas de los conquistadores de América o al de alguna novela del realismo mágico en donde la naturaleza avasallante es la real protagonista. El barro invade, se asienta, lo cubre todo con una capa pegajosa, inmovilizante; prolifera, reververa, nos absorbe. A medida que avanzamos parecemos retroceder hacia épocas o formas de existencia cada más primitivas.



Nos dividimos en grupos. La gente se dedica a sacar como puede el barro de sus casas y de sus cosas, o al revés; cuándo éstas están arruinadas -ropa, televisores, muebles percudidos por el agua y el barro-, no queda más remedio que ofrendarlas a la tierra y a las máquinas que pasarán llevándose los desechos.



En una especie de galpón que, luego nos daremos cuenta, es un verdadero club de pelea de gallos, una ancianita nos hace pasar para mostrarnos la situación; todo el piso es de barro, el agua le llegó hasta la mitad. Un hombre, su hijo, nos dice bajando la voz, anda atareado intentando recomponer las dañadas instalaciones. La mayoría de los gallos se le murió, los otros permanecen enjaulados. Además tienen una perrita ya mayor que quedó atrapada arriba del techo durante la inundaciones y hace días que vive ahí.



En otra casa la dueña nos cuenta que a una de sus perras se la llevó el agua y ya no volverá. Casi al fondo de todo, un señor muy amable nos hace pasar y nos relata su experiencia. Tenía como 80 gallinas; ahora tiene menos de diez, y éstas enfermas, en el fondo, en el barro. Tenía un gato y ahora tienen dos, la tormenta les trajo el otro. Las reinas del hogar son dos labradoras que lograron salvarse. Cómo, le preguntamos. Cuando ya tenían el agua al cuello, después de poner a resguardo a sus hijos y su mujer volvió a buscar a las perras, se las ató una a cada lado de su espalda y así nadaron los tres hasta la ruta, unos 400 metros calculamos. El relato para engaño pero no nos queda otra que creerlo. Nos avergüenza lo poco que podemos hacer por ellos aunque nos lo agradece y nos ofrece agua. Prometemos volver, sus hijos nos dejan tocar a los animales, el hombre tiene que ponerse a sacar más barro.

Volvemos hacia otra de las entradas para buscar al grupo del veterinario que se ocupó de los diagnósticos y de administrar la medicación, metido por otra calle aún más deplorable. Hacia el final han dado con gente de una casa que primero dijo no tener animales y luego, ante la insistencia, reconocieron a regañadientes tener a un perro herido y agonizante en el fondo. Preguntan si tienen algo para sacrificarlo. El estado del perro es inhumano. Dos grandes huecos, uno en donde tenía la garganta y otro en una pata, rebosantes de gusanos. Los huesos de una pierna fracturada al aire, desnutrido, rodeado de moscas. Se lo retira y se lo coloca con los primeros auxilios en la camioneta. La idea es apurar el retorno para internarlo e intentar salvarlo, aunque a todas luces el animal esté desauciado.

Algunos volvemos a rescatar a la perra del techo. Los dueños de casa nos facilitan una escalera y tras varios rodeos infructuosos logramos que vuelva a vivir al nivel del piso.



Ante la imposibilidad de entrar en Las Ánimas y rescatar al menos a algunas de las almas animales que perecerán y nos perseguirán, decidimos llevar la ayuda que nos queda a los evacuados de la escuela. Las personas descargan las últimas bolsas de maíz y alimento entre muestras de agradecimiento y mostrándonos más cachorrros, y algún perro baleado.

Mientras tanto Valiente, el perro rescatado de la indiferencia de sus poseedores, se ha muerto, no sin antes haber alcanzado a sentir con la fineza de su percepción no comprensible para nosotros algo del interés y el calor que le demostraron quienes intentaron salvarlo.

Lo poco que podía hacerse se hizo todo, aunque no fuera mucho. La sensación es mayormente triste, la idea es volver.

Esa sensación tal vez podría explicarse así. La antigüedad de los relatos sobre el diluvio favorece la variedad de interpretaciones. El arca parecería un lugar lleno de vida, símbolo de salvación, siempre que no se tenga muy en cuenta que para ello fue condición la destrucción de todo alrededor. Desde esa perspectiva, el arca es un modesto punto en un maremagnum de devastación total. Por ello parecía más esperanzadora la imagen de las varias arcas o canoas del cuento, que con un mejor entendimiento pudieran ponerse a trabajar juntas. Hará mucha falta en el sur. ©ElDiario24



Valiente, el perro que cuidó a sus poseedores enfermos y luego fue abandonado.





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