17/07/2020

Opinión

Una abuela es un mar de infinita ternura hecha mujer

Escribe Juan Manuel Aragón - (Especial para El Diario 24)
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Una abuela es un mar de infinita ternura hecha mujer

Una abuela es un mar de ternura hecho mujer, un asunto tan lindo no es posible explicarlo con las limitadas palabras que regala el diccionario que, con ser muchas, no alcanzan para describirla en su inmensidad. Quien no haya tenido una, lo lamento, pero no sabe lo que se perdió. Después de ella la vida ya no es la misma y uno sabe que nunca—nunca, jamás de los jamases y por los siglos de los siglos habrá de tomar una sopita de gallina con fideo de cabello de ángel tan rica como las de su casa.

En una sociedad machista como la que gracias a Dios vivimos, ella sabe como nadie, lo que cuestan a los nietos varones los asuntos y trabajos del amor en la tierna juventud de los 13, los 14 años. Y su infinita y tierna comprensión para, en dos palabras, desenredar las complicadas madejas del corazón. “Si no era para vos, dejá que se vaya”, dirá o “esa chica, ¡esa chica!”, con una mirada que sin decir nada estará explicándolo todo.

La vieja es como el germen de la familia misma de uno: en su casa relucen las costumbres que los padres a veces no impusieron, el mantel de hule a cuadros amarillos y verdes, el aparador del comedor con espejo biselado, las fotografías en blanco y negro de parientes que ya no son, las golondrinas de cerámica en la pared del patio, los altos macetones. Y detrás de sus anteojos, la mirada escrutadora pero siempre cariñosa, buscando en los gestos de uno,el parecido con los antepasados.

Hay en la vida varios grandes amores que no se pierden, el que se siente por la madre, el que viene anejo a los hijos, el que hacen nacer los maestros por esa entidad siempre lejana pero presente en el alma de los argentinos que es la patria celeste y blanca, el de la mujer elegida para siempre y el de la dulce abuela de la niñez, la adolescencia y la primera juventud, todas hermosas, como corresponde.

Ella fue la que impuso el fervor religioso por la siempre bella Virgen de la Merced, a cuya devoción estaba consagrada. La he visto en las misas de la infancia primeriza, rezando de mantilla y misal, mientras los nietos curioseábamos por entre los santos observando sus expresiones de dolor, sus ojos de piedad, sus aureolas y su sangre de yeso manchándoles la ropa. Y ella, camino a casa, explicando que los frailes mercedarios se consagran a la redención de los cautivos, las imágenes son hechas para que recordemos sus sufrimientos y sus bondades. “Abuela, ¿el cura es santo?”, “no señor, pero quiere serlo, igual que vos”. “¡Ah!, mirá vos. Abuela, ¿algún día podré ser fraile y andar de sotana por la calle?” Y ella, riéndose bajito: “Por supuesto muchacho, vas a ser lo que quieras, siempre que te lo propongas y te prepares”.

Suenan las teclas de la computadora en la mañana azul, la alegría del hogar no se despoja de sus flores. Y ella guía estas letras desde el Cielo, como todos los días.

Juan Manuel Aragón                   

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