19/11/2020

Opinión

A los que hacen folklore con el rancho dígales que vayan a vivir en uno

Escribe Juan Manuel Aragón - (Especial para El Diario 24). La imagen es del fotógrafo Jorge Emir Llugdar.
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A los que hacen folklore con el rancho dígales que vayan a vivir en uno. La imagen es del fotógrafo Jorge Emir Llugdar.

A veces me río solo, otras ocasiones me enojo al oir a los folkloreros hablando de lo lindo que sería volver al tiempo de antes, la mama en el patio de tierra, lavando la ropa, el tata trenzando un lazo, un bozal, los hermanos jugando descalzos, cerca del corral y ellos yendo felices a sacar la leche de las cabras. Sí che. Vení, contame.

Comprendo perfectamente: extrañan la niñez junto al padre, la madre y los hermanos, tal vez perdidos para siempre, en una de esas, lejanos. Entiendo la melancolía por el tiempo chicanqui. Tengo aprendido eso de la infancia como la patria de cada uno, un lugar imaginario para volver aunque sea una sola vez antes de morirse. Pero, ¿extrañar esa vida? Ni ahí.

Hablan con romanticismo del rancho de paredes amasadas con barro, techo de pasto y tierra apisonada, horcones de quebracho colorado como una obra maestra del campesino. Parecen creer que son una especie de diletantes de la cultura del bosque, seres excéntricos que prefieren una choza santiagueña, fabricada con lo que hallan a mano, antes que una de ladrillo y cemento. Insisten: “Pero eran frescos en el verano y abrigados en el invierto”.

Pues sí, pero las vinchucas se cansaban de picarlos por las noches, haciendo estragos. Se morían como moscas, muchas veces antes de los 20 años, decían por el corazón grande y era el mal de chagas, amigos. Prefiero mil veces el techo de chapa caliente en verano y helado en invierno, pero al menos asegurarme una vida un poco más larga o con algo más de salud y de dignidad.

Digan lo que quieran de las casas construidas por el gobierno, si hubieran querido continuar con sus ranchos, nada en el mundo habría tenido fuerzas para sacar a un campesino de su lugar de origen. Pero, mire usté, prefiere el barrio, con agua corriente, inodoro, ducha, amigo, ¡ducha!, ¿entiende lo que es eso para alguien que toda su vida se bañó tirándose agua con un tarrito y un solo balde a su disposición?

Más el gas, por supuesto. Todo muy bien con la comida en las cocinas de antes, pero vaya a juntar la leña, luego enciéndala, espere que se haga bien el fuego, aparte las brasas, ponga la olla encima, todo en medio del humo, el calor y la molestia de andarse agachando constantemente. Sin contar, por supuesto, con que algunas mujeres parecían ancianas a los 40 años, el rostro partido por las arrugas que causa el fuego resecando la piel.

Hablar de la electricidad y sus múltiples beneficios para la vida, sería una burla a los lectores de este diario. De todas maneras, hagan el favor de comparar un mechero o una vela con una bombita de luz. Y después avisen si pueden leer, cocinar, alumbrarse para comer o buscarse una garrancha.

Hemos visto en miles de cuadros de afamados pintores, la mujer en el patio, lomeando con la ropa en un fuentón o en una batea de cardo. Imagen bucólica si las hay, ¿la recuerda?, bien. Ahora, por favor dígale a su esposa:“Dejate de tanto lavarropas automático y hacé lo mismo, así nuestros hijos tienen un recuerdo hermoso para cuando se hagan viejos y toquen la guitarra en peñas amanecidas con los amigos, tomando un vino”. Avise después qué le ha tirado por la cabeza, así nos reímos juntos.

Muchísimos campesinos de hoy sufren el embate del corrimiento de la frontera agraria. Antes tenían campos inmensos a su disposición para cazar alguito, juntar miel o largar sus animales a comer. Hoy el alambrado les llega hasta la puerta, no tienen cómo criar un chancho, una gallina, un loro, rodeados de un mar verde de soja, trigo, sorgo. El dueño del campo no les da trabajo y con tanto alambre el pueblo les ha quedado a trasmano. ¿Para qué va a seguir en ese lugar?

Mejor va a estar en el barrio del pueblo, de la ciudad, con el médico a la vuelta de la casa, el almacén a un paso y de yapa alguna posibilidad de trabajo.

Hay quienes creen que el rancho es una simpática expresión de gente con amor por la tierra armando su casa con barro, pasto, caña hueca, cual alfarera de su propio hábitat ecológico y blablablá. ¡Amigo!, es lo único que han hallado para construir una casa, luego de formar una familia. No tenían un mango para comprar ladrillos, la levantaron como pudieron, extrayendo de los alrededores los únicos materiales que tenían a mano. ¿Alguien cree que es romántico vivir en una choza, en medio del bosque, olvidado de la mano de Dios?, ¿alguno querría ver a la madre de nuevo con el pashquil en la cabeza, trayendo de un tacho a la vez y así tener agua para cocinar?, ¿a las manos paspadas todo el invierno?, ¿a la monodieta de granos, harinas, grasas, fritos?

Haga folklore con eso, amigo, si le gusta. Yo me quedo en el barrio, sacando el sillón a la puerta, mirando pasar la gente todas las tardes, comprando queso crema, tomillo o alverjas en el supermercado de la vuelta.

Pero si usted quiere, vaya al monte, saque leche de la vaca, haga queso, baje al mes con tres o cuatro hormas a ofrecerlas y después cuentemé si le alcanza para vivir. No, gallinas no puede tener porque en la finca de al lado fumigan y se mueren envenenadas, cabras tampoco, no hay para darles de comer, ¿un caballo?, ni lo sueñe. Con una vaquita sola, hágase campesino.

Y después venga y cuente cómo le ha ido.

Suerte con eso.

Juan Manuel Aragón                   

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