12/03/2020

Un ángel negro para el último vino tinto

Escribe Juan Manuel Aragón - (Especial para El Diario 24)

Muy de noche, cuando las estrellas son un recuerdo acompasado entre la respiración de mi mujer y el reloj de la Casa de Gobierno, me suele chistar desde el patio algo como un silbido, un “vení, vení”. Nunca le hago caso, suelo quedarme mirando entre la penumbra, el ventilador en el techo, que da vueltas tirando un aire caliente, pesado, gomoso. Antes, cuando fumaba, quizás habría encendido un cigarrillo para aguaitar despierto y averiguar si al rato me sigue llamando o se calla y se va para otra parte. Pero me duermo de nuevo con una angustia en el corazón, una  tenaza que me acogota en las pesadillas posteriores.

A veces quisiera conocerlo, saber cómo es, mirarlo de frente y preguntarle qué quiere o, en todo caso, por qué me persigue, por qué no se va de una buena vez y me deja en paz, qué le he hecho. Por el momento permanece en la  categoría de chamuscada luz, sombra de una sombra de las tres y media de la mañana, cuando por la Absalón Rojas suelen merodear los espantos del pasado, dando vueltas en remolinos de recuerdos agridulces, haciendo asustar a los que regresan de la fiesta en otro barrio, en otros brazos, en un mundo distante, a recuperar el amor que dejaron en la casa por andar tunanteando por ahí.

Me quedo quieto, tratando de no moverme, esperando que se vaya o se calle, midiendo el tiempo que queda hasta que me despierte definitivamente en la mañana, olvidado del horror de las tinieblas. Lo volveré a recordar la noche siguiente, cuando por la ventana vuelva a silbarme en un ruego que no descansa: “Vení, vení”. Tengo miedo de contar lo que me sucede, me dirán que me levante a ver qué es, que venza el temor por lo desconocido y finalmente descubra qué es ese recelo que me acecha en las altas tinieblas de la profunda noche.

La vez pasada quizás pisó una ramita, rozó una pared, no sé, entonces sentí como una presencia real, más allá del chistido y sus evoluciones. La oscuridad estaba agazapada debajo de la negra noche sin luna, dando vueltas por el patio, como yendo del lavadero a la parra del fondo y volviendo a observarme desde la abierta ventana del dormitorio con sus ojos de carbón. Quedé petrificado esperando que se revelara, que dijera qué se le ha perdido que anda en una búsqueda tan constante. Pero nada dijo. Ni una palabra, ni una señal, sólo silencio en medio de mi soledad.

Tengo que apartarlo de cualquier manera. Mi casa no debería ser reducto obligado de espectros de apariciones que no han sucedido. Voy terminando el vaso de vino tinto, una de estas noches, cuando me halle descuidado, tirará de la cuerda de la vida y apagará mi corazón para siempre. Entonces, este ángel negro de mis pesadillas más atroces, quizás saldrá volando por el cielo del barrio Alberdi, a la misma hora en que el reloj de la Casa de Gobierno le avise al general San Martín, que son las tres y media de la madrugada.

Y que me he ido para siempre.

©Juan Manuel Aragón         

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