25/07/2020

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De la plataforma 14 de la terminal vieja salía la empresa Piedrabuena

Escribe Juan Manuel Aragón - (Especial para El Diario 24)
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De la plataforma 14 de la terminal vieja salía la empresa Piedrabuena

Cuando llegábamos por primera vez a la ciudad, la terminal vieja nos parecía un portento de modernidad y civilización. Ahí habían ocurrido varias de las anécdotas que contaba la gente grande, los changos se sacaban la obligada foto de la colimba con algún compañero que tomaba otro rumbo y al que nunca más verían, nos despedíamos de una novia, hacíamos la fila para para volver al pago y los domingos, las chicas que trabajaban en la ciudad iban a pasear, porque se toparían con un conocido o hallarían un nuevo amor.

Sin falta, a las tres de la tarde, de la plataforma 14 salía el ómnibus que nos llevaba al suelo querido. Empresa Piedrabuena, un día iba el dueño, Carlos Singh, llegando hasta El 20 y al siguiente don Paco, a Las Delicias. La ruta al principio estaba asfaltada hasta el Mástil, luego a Piedrabuena era un ripio que no impedía que una nube de polvo acompañara todo el camino. Y en El Arenal, territorio santiagueño propiamente dicho, empezaba la tierra—tierra, el tramo más bravo del viaje.

En casa Jorrat, justo al frente de la terminal, los paisanos compraban las cocinas, las ollas, las bicicletas cuando empezaron a reemplazar a los yeguarizos como medio de movilidad y los discos, por supuesto, casi siempre cumbia, pasodoble, chamamé y tango. Una vieja, esposa de un almacenero, un día le dijo a mi madre: “Porque yo soy clienta de casa Jorrá ¿sabe?” y era como si le hubiera estado chantando en la cara que era pariente de la Reina Isabel.

Oiga, visto desde ahora era una aventura. Si había llovido, los policías de la caminera del Arenal le avisaban al chofer que iba a ser difícil pasar el bajo de La Mesada, mientras los pasajeros se incomodaban, peligraba la tranquila llegada al terruño. Desde antes de pasarlo, el barro y el salitre hacían que el colectivo pegara unos bandazos que desacomodaban los bultos y mareaban a las viejas. Entonces encaraba y encaraba en medio del barro, resbalando en ese fango jabonoso, la mirada atenta del chofer y su pericia “porque ahora no es nada, el otro día hubieras visto”, te contaba, pero no me importaba nada, porque estaba volviendo, ¿entiende?, ¡volviendo!

Quienes viajaban a Tucumán llevaban cientos de encargos de parientes, amigos y vecinos: una mecha para el bidabarquín, dos camisas de lámpara, alpargatas del 10 que le había pedido el amigo “Rueda luna”, ¿cuál más, oiga?, anilina Colibrí colorada para la vecina que estaba tejiendo una colcha, además tenía que contar en la veterinaria cuáles eran los síntomas del mulo del compadre para que le recete algo, sin que faltaran los caramelos para los hijos y nietos.

Pasando Rincón Grande, empezaba el larguísimo bajo de la Mesada con el agua llegando hasta más arriba de la mitad de las ruedas. La gente miraba atenta por las ventanillas, las mujeres se persignaban y Carlos, Dante o don Paco, aferrados al volante buscando no salirse un milímetro de la huella. Llevando el coche sin pausa y sin prisa al otro lado.

Los grandes a veces viajaban a Tucumán y ahí hacían la combinación para ir a Santiago, porque desde allá no había colectivo, al menos hasta que llegó Cachito Matiazzo, pero Cachito es otra historia. Entonces demoraban dos o tres días, porque a la capital se iba a renovar la marca y la señal, a consultarle al abogado cómo iban los papeles, esas cosas. Paraban en la casa de algún pariente al que obligadamente llevaban un cabrito, tortilla, queso, huevos, tunas. A Tucumán se iba y volvía en el día.

Cuando terminaba la odisea por el Bajo de la Mesada, el chofer detenía la marcha, se bajaba, revisaba que el chaperío siguiera en su lugar y seguía adelante. Todavía quedaba el bajo de Sol de Mayo, más peligroso porque era más hondo, pero más cortito también. Pero si se quedaba “verguiando”, de Sol de Mayo, don Tesoro Hernández enviaba un caballo con cadenas para ayudarlo a seguir, es más, a veces andaba cerca por las dudas. Y no va a creer pero al final terminaba saliendo.

Miles de anécdotas habrán pasado los lectores, en esas bravas siestas de antes, repletas de bobadales inmensos y noches amanecidas peleándole al barro, con los pasajeros y el chofer peludeando en medio del lodazal porque el ómnibus se había ido a la banquina y no había Dios para llamar por teléfono con un pedido de auxilio, porque los celulares no existían ni soñando.

La aventura comenzaba en la terminal de Tucumán, que era casi el ombligo del mundo para esa civilización que se terminó de marchar el día que inauguraron la nueva, más moderna, más funcional, más grande, más “shopping” y más todo lo que quiera, pero no era como la nuestra, la de antes. Mejor dicho, la nueva no estaba impregnada con nuestros recuerdos de la infancia y la juventud, no tenía el folklore de la anterior.

Pero para ese tiempo ya el pago había cambiado mucho.

Un poco antes de que llegara el pavimento a la villa y dejara de ser el ancochal detrás del que vivían escondidos los bobadaleños, sus autoridades decidieron bautizar las calles. Empezaron por los que habían sido comisionados municipales, siguieron por los vecinos caracterizados de los alrededores más los próceres nacionales del partido político al que hacían votar en elecciones de hacha y tiza. Pero se olvidaron de Carlos y Dante Singh y don Paco, que fueron los que abrieron ese rincón santiagueño al mundo. Ni siquiera recordaron a la querida y nunca bien ponderada empresa Piedrabuena: la avenida principal y única debió en justicia llamarse así y de ninguna otra manera.

Ahora que el ómnibus de Santiago un día no viaja porque al dueño le duele la muela, al siguiente tampoco porque es sábado y al otro tampoco porque necesita la plata para su hotel de Pozo Hondo, debieran mirar con agradecimiento a estos próceres del volante, a quienes el departamento Jiménez de Santiago del Estero, les debe el haber tenido un vehículo que los conectaba con el resto de la Argentina.

Demos gracias a los dioses que encomendamos el alma, porque cuando el camino a Tucumán dejó ser una sinuosa senda de sulkys y se abrió a fuerza de topadoras, motoniveladoras, a estos arriesgados empresarios se les ocurrió poner una línea de ómnibus,para que en adelante, el mundo no estuviera tan solo,sin nosotros. Oiga, un pago tan lindo como aquel merece ser conocido.

Por ser justicia.

Juan Manuel Aragón                   

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