28/01/2020

Culturas

Cuando volver es una mentira

Escribe Juan Manuel Aragón - (Especial para El Diario 24, Tucsonmaníaco)
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Cuando volver es una mentira

Bajo el cielo estrellado de un lugar de la campaña cuyo nombre ya no figura en los mapas, el hombre aquel que ha llegado a la oracioncita, espera sentado, en una rueda de mate con la familia alrededor, que esté lista la cena. Conversa de lo mismo que toda la gente cuando hace un tiempo largo que no se vé: los dueños de casa, de lo que han hecho mientras él estaba ausente. Él de lo que ha visto en el mundo durante el tiempo que duró el largo camino. En un lugar cercano le han prestado un caballo ensillado. Y mientras venia recorriendo el pago tantos años ausente, se acordaba un por una de las curvas delos senderos por los que tantas otras ocasiones felices había venido, pensando en la cara que pondría cuando viera de nuevo a los dueños de casa.

A la luz de un mechero, mira el cuaderno repleto de dieces de la hija mayor del amigo. Muy bien hecho, le dice, mientras le acaricia la cabeza, la felicito señorita. Los otros chicos lo miran embobados, nunca han visto a alguien que llegue desde lejos, tan luego a visitar a sus padres. El pago aquel, mistoles, tuscas, cardos, algún que otro quebracho y monte de rehache no tiene nada de especial, es igual a tantos, abandonado por Dios, sus ángeles, querubines, serafines, dominaciones, tronos, coros celestiales. La noche desciende fresca sobre la casa mientras la mujer y la hija mayor piden: Pasen a comer.

En la sobremesa, con los chicos durmiendo al rocío en sus catres, el hombre y la pareja aquella conversan con largos baches, en voz baja, acordándose de gente que no está más. Renace entonces una antigua y amable discusión entre el recién llegado y la mujer: si es mejor vivir en la capital de la provincia con los sobresaltos de la modernidad o en el campo, en medio de la tranquilidad de los coyuyos que, mire la hora que es, y todavía no se quieren callar. El forastero envidia esa existencia sosegada, quieta, diáfana. La mujer dice que en la ciudad es mejor, pues los chicos hallarán ahí mejores oportunidades y todo está al alcance de la mano. Todo es qué, pregunta el hombre. Todo es todo, desde verdura en cualquier tiempo del año hasta médicos que atiendan a la vuelta, una buena escuela secundaria y no a veinte quilómetros como aquí. El marido dice que esa discusión es como el matrimonio, lacastillo sitiado. ¿Por qué? Los que están afuera quieren entrar, los que están adentro quieren salir.

Al otro día, temprano con los chicos todavía durmiendo, el hombre ya ha ensillado el flete, tiene muchos amigos y si puede, quiere cumplir con la mayoría. En el desayuno, el dueño de casa le avisa que tiene el campito en venta, que no puede seguir como está, que ahí tienen todo a la mano, el cielo, el bosque, un sembrado que no le ha fallado en muchos años, animales para vender y sacar unos pesos, pero necesita más plata. La pobreza es así, avisa, un estado en el que se tiene todo a la mano y nada a la vez. Con lo que trabaja no le está alcanzando para vivir de manera digna; no tiene ni para llegar a pobre. Este año al menor lo mandé a la escuela solamente para que coma todos los días, porque no me alcanzaba, a veces los miro a los chicos y me da vergüenza. Qué vas a hacer, pregunta el hombre: No sé, con lo que me den tal vez compre una casa en la ciudad y un auto para hacerlo taxi: después se irá viendo, algo tiene que salir. Trabajo quiero, sólo trabajo.

Se despiden. El hombre monta el mancarrón viejo que le prestaron, talonea y sale al trotecito marchado. El bosque es el mismo, las catitas que gritan desde lo alto de un algarrobo también, el polvo del camino no ha cambiado desde antes de los indios. El pago es el mismo, pero un día después también es distinto: hay como un vidrio empañado que no deja ver bien el camino. Para acortar el trayecto, intenta entonar para sí una vieja pieza: “Volveré, volveré, me espera la noche vestida de azul”. Pero no sigue, sabe que no es cierto. Nunca volverá, ni siquiera como espanto que busca la noche de una vieja soledad.

©Juan Manuel Aragón

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