09/02/2020

Culturas

El instinto fiel

Escribe Juan Manuel Aragón - (Especial para El Diario 24)
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El instinto fiel

En cuarto grado me pasó algo terrible, dice Alfonso, el sábado pasa sosegado por el bar de la galería Central y espera que la moza le traiga una lágrima. Lo sobrellevé y luego me convertí en un recitador solicitado en todas partes, indica, en un relato que, con ver nomás su rostro, encendido  en una  mueca de travesura de hombre viejo, cualquiera sabe que trae miga. La maestra era la Tita Garnica, relata y mira para arriba como buscando algo en su prodigiosa memoria de más de 80 larguísimos años, bien vividos. No le doy mucha bolilla, una morocha espectacular, de esas que  solamente los sábados le regalan al iris, acaba de entrar al quiosco del frente, lleva piernas larguísimas, como puestas por una mano invisible, perfectas, postes de quebracho labrado tipo botella, ese colorcito, ¿ha visto?, y la misma firmeza, con músculos no tan marcados,  todo  perfecto. Al rato se da vuelta y recién le observo el rostro, es finísima.

Sigue contando que su maestra era la Tita Garnica. No la ubico, pero los otros parece que sí.  Ah,  la Tita, aprueba uno. Y Alfonso se complace porque, por lo menos alguien confirma su recuerdo,  que en estos casos, es  lo mismo que ratificar toda su  historia. En la  escuela de Suncho Corral los chicos que iban con zapatos se sentaban adelante, el hijo del farmacéutico, del comisario, del almacenero. Más atrás los que tenían zapatillas y al fondo los de alpargatas, los pésimos. En cuyo equipo militaba Alfonso. Que aclara que era mal alumno, pero buen recitador. A esa edad se sabía de memoria varias poesías.

De repente la  morocha se mueve para  saludar a una amiga, es una corzuela, bichito de Dios, suelta en el centro de la ciudad. Es preciosa, bombón que camina, miel pura de abejas, rosa florecida. Algo me pierdo de la conversación, pero qué me importa. Otro le hace una acotación, le dice no sé qué. Alfonso recuerda que estaba por llegar la fiesta del 25 de Mayo. La señorita Tita le pregunta en un recreo si sabía recitar “Caballito criollo”, de Belisario Roldán. Responde  que sí. ¿Pero la sabes de memoria, con entonación y todo? Por supuesto que  sí. Entonces vení esta tarde a casa, le ordena.

Alfonso se emociona y ya no son recuerdos sino saudades, lo que evoca. Esa tarde su padre le puso alpargatas nuevas, ¡con medias!, para ir a la casa  de la maestra. La  morocha ahora se ríe y me derrito mirándola. Ya no me importa ser disimulado, si cree que soy un viejo verde, qué me importa. Alfonso llega a la casa de la señorita y también estaba Paquito Pérez, uno de los mejores alumnos y de los que iban con zapatos lustrados a la escuela. Trae un shorcito deshilachado y una remera que le descubre toda la espalda. Ah, quién tuviera treinta años menos, pienso.  La maestra le pregunta de nuevo a Alfonso si sabe bien el “Caballito criollo” y responde que sí.  Pero ¿bien, bien? Por supuesto.

Entonces enseñale a este, señala  la maestra. Paquito era más presentable, le compraban zapatos negros, era buen alumno, pero no sabía decir poesías. Alfonso cuenta que se sobrepuso, atravesó ese tropezón de la  infancia y luego, en la vida, recitó ante encumbrados auditorios de la Argentina y el mundo.
En medio del bullicio del bar, la morocha se manda a mudar rumbo a la Avellaneda. Queda un perfume de primavera perdida en el ambiente. La ciudad sigue su marcha, en la plaza Libertad las  palomas siguen en lo suyo. Llega la moza, pido otro café.

©Juan Manuel  Aragón

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