25/03/2020

Culturas

Los domingos juego a ser mi tata

Escribe Juan Manuel Aragón - (Especial para El Diario 24)
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Los domingos juego a ser mi tata

Algunos domingos juego a ser mi tata. Cuando la mesa está servida, descorcho un Toro y el sonido hueco, me trae de nuevo a Ledesma, Jujuy, a la casa de la Constitución 621, cuando me explicó por primera vez aquella frase que traía estampada entonces en la etiqueta: “Al pan pan, y al vino… Toro”.

Siento entonces sus zapatos en mis pies, la pierna renga de la parálisis infantil y el “güinchi—günichi”, que era el sonido de sus pasos antes de silbar, porque estaba llegando a casa. Recuerdo la sección "Campo” en la que trabajó al principio y la “Superintendencia de Transporte” en la que estuvo después. Y la sirena de la Papelera llamado a los obreros al trabajo.

Era Ledesma, por supuesto, uno de los pueblos más coloridos del mundo, sus calles con flamboyanes florecidos, Calilegua y la avenida de bambúes más larga del mundo, el desarenador, que estaba en el cerro justo al frente del ingenio, desde el que se veía también Libertador.

Y el Talar.

Hace unos años me puse como tarea, averiguar por qué le gustaba tanto el Talar, entonces un pueblito de unas cuantas casas, según recuerdo. Algunas veces, para llegar, había que pasar un improvisado puente de madera con espacio apenas para el ancho del Jeep. Manejaba con una mano en el volante, mientras con la otra sostenía la puerta abierta para ir viendo, por abajo, que las ruedas no se salieran del carril. El tata era John Wayne y todos los cowboys juntos.

No sé qué se habrán hecho aquellos flamboyanes, no me interesa. Tampoco sé si sigue existiendo el cine, al que una vez me llevaron con mi madre, a ver una película de grandes, en la que un barco se volcaba porque toda la gente se iba para un costado, mientras mis hermanos dormían en casa. Esa noche pasaban también “Tomahawk”,de la que tengo un vago recuerdo. Pero fue toda una aventura, oiga, porque los chicos de noche dormían y mis padres me llevaron a hacer trampa y eso me hacía infinitamente feliz.

Y la escuela Enrique Wollman, cómo estará, qué se habrán hecho mis maestras y mis compañeros. Qué sabrá ser de la vida de Estelita, hija de Mario Paz, que le cantábamos “Estelita, qué linda que estás”, de Leo Dan, mientras ella, un bombón de 16 ó 17 años, se reía sonrojada y feliz. Y los Maróstica y los Guerineau y los Marghetti y los Tirado y Rosita Chamorro y un chango de apellido Alderete y tanta gente que me viene a la memoria y que se quedó allá atrás, un día de octubre o noviembre de 1970, cuando nos vinimos a Santiago en el DKW, un auto que tenía adelante, atrás y “enatrás”.

Algunos domingos descorcho un Toro y juego a ser el tata en un tiempo que, Si Dios quiere, no ha de retornar nunca más, pero quedó aquí, ¿ve?, en este rincón de la memoria, como una espina de contento que me pinta una sonrisa en el rostro. Como ahora.

©Juan Manuel Aragón         

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