27/03/2020

Culturas

recuerdo

El avión caído en el esquinero de la patria

Escribe Juan Manuel Aragón - (Especial para El Diario 24)
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El avión caído en el esquinero de la patria

Tengo bien presente en la memoria, el avión que cayó una vez en el pago. Era chico y mi abuelo me llevó a verlo, como quien corría una aventura. En realidad ahora sé que el viejo hacía que todos los veranos fueran una suma de acontecimientos maravillosos para los nieto o capaz que eso nomás me parece a mí, no interesa. Organizaba un picnic de media mañana debajo de unos guayacanes, no lejos de la casa, y al volver creíamos, no sé, que habíamos estado cazando tigres de Bengala con nuestras propias manos en un bosque de la India. Será por la manera en que nos llevaba, con un aparato desbordante o sería su manera de anunciarlo o su alegría siempre presente, vete a saber.

Según recuerdo, cuando vinieron a casa con el cuento del avión caído y dijeron que no había muerto nadie, mi abuela se persignó suspirando con un: “Jesús, María y José”. Sé que es una exclamación común, pero no he vuelto a sentir esa expresión a nadie más que a ella.

Debo haber sido muy chico, por eso fui en el sulky y no de a caballo y es uno de los primeros recuerdos que guardo de mi infancia junto a la imagen de mi mamá embarazada, besando a mi padre en el patio de esa misma casa. Lo que es la memoria, ¿no?, digo, las selecciones que hace para traer al presente asuntos que quizás debieran quedar en el olvido, qué sé yo.

Aquella mañana tenía muchas expectativas, como tantas otras en aquel pago mágico, extraviado entre los pliegues de un tiempo que jamás va a recular. Decían que el avión había caído en el esquinero de la casa de Pushi Llanos, sobre el Nacional, ¡un avión!, ¿se da cuenta?

Llegamos, estaba el aparato. Era algo más grande que un auto y no tenía nada que ver con lo que me había imaginado: una montaña de fierros retorcidos. Mi abuelo se debe haber dado cuenta de mi desilusión porque luego, en casa de Pushi, hacía comentarios exagerados sobre la importancia de aquel accidente: “¡Qué bárbaro!, ¿ha hecho muchas evoluciones en el aire?, ¿has tenido mucho miedo?”, le preguntó. El otro, que pescó al vuelo la intención del viejo, le hizo toda una historia de cómo había llegado, rozando la copa del algarrobo de la casa, después se había elevado zumbando —la palma de la mano era una nave que se levantaba y bajaba, dando vueltas como una mosca— y al final había caído, haciendo un ruido tremendo.

Mientras ellos hablaban yo pensaba: “Así es otra cosa”. Cuando volví a clases ese año, tuve algo extraordinario para contar a mis compañeros de la escuela. ¡Había visto un avión caído!, no cualquiera, ¿eh?

Los viejos ayudaron a que mi infancia estuviera poblada de seres maravillosos, acontecimientos asombrosos, aventuras inimaginables con desenlaces insólitos y prodigios inauditos. Después mis maestras me enseñaron a escribir y con un puñado de recuerdos que dejo plasmados en mi pobre idioma, voy dejando un pequeño rastro para que, quienes la conocieron, jamás olviden aquella tierra querida, que es la patria de mi infancia.

La celeste voz de mi abuelo me persigue siempre repetida, ronca.

©Juan Manuel Aragón         

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