24/05/2020

Culturas

Ausente de los lugares que solía frecuentar

Escribe Juan Manuel Aragón - (Especial para El Diario 24)
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Ausente de los lugares que solía frecuentar

A Leonel Rodríguez, que me inspiró.

Un día, cuando nos dimos cuenta, el tío Alberto no había venido a la fiesta de Navidad, el problema es que cuando lo quisimos invitar para Año Nuevo, no lo hallamos y tampoco nos acompañó esa vez. En la pensión que había vivido un tiempo largo, no supieron dar noticias de su paradero, los amigos del café le habían perdido el rastro y una mujer que frecuentaba en carácter de invitado furtivo, dijo que una noche se despidió como siempre y nunca más volvió a verla, pero eso había sucedido hacía varios años. El policía de la familia, mi sobrino Julián, dice que lo hizo buscar con los compañeros en los registros de accidentes o finados, en las comisarías, pero tampoco apareció.

Cuando calculamos bien desde cuándo no aparecía, nos dimos con que se había esfumado por lo menos diez años antes o tal vez más. Nadie en la casa, ningún pariente ni amigo ni conocido lo había visto durante ese tiempo.

Se hizo viento de palabras en anécdotas corregidas y aumentadas por el tiempo transcurrido desde la última vez que lo habíamos visto. Nunca había sido especialmente alegre, dicharachero o de esos que cuentan anécdotas divertidas. Al contrario, era más bien normal, tirando a aburrido. Después fue tema de conversación en la familia. Pero cuando pasaron los años y las nuevas generaciones fueron creciendo, había que explicar al sobrinaje, no solamente la desaparición sino también el parentesco, toda una historia para contar que no lo habíamos visto más.

A veces aparece en viejas fotografías, mezclado con los demás parientes, mostrando una sonrisa triste que quizás anunciaba su partida. En el living de la casa de la tía Genoveva hay una foto suya, de a caballo, joven y quizás feliz, de un verano en que los viejos llevaron a los hijos a Ascochinga a pasar las vacaciones.

Yo hice un intento de buscarlo, anduve preguntando por él a sus conocidos, averiguando si le habían notado ganas de irse o si tenía deudas sin pagar, un amor frustrado que lo abandonó, ansias de viajar, algo. Ninguno recordaba nada, abandoné la pesquisa porque no sabía cómo seguir, a quién recurrir por una pista. Además uno tiene sus obligaciones también.

Unos años después, en el velorio de tío Gregorio lo recordamos. Alguien dijo que si su voluntad había sido hacerse humo, quiénes éramos para tratar de hallarlo. Si quiere volver, sabe dónde vivimos y si no, bueno, qué le vamos a hacer, fue la decisión de todos.

Pero yo lo sigo esperando no tanto por el afecto que le tenía o por la curiosidad que me despierta una decisión tan drástica como la de mandarse a mudar abruptamente sino porque me gustaría preguntarle qué se siente al saberse ausente, soplo de evocaciones de otro lugar, otro tiempo y quizás un mundo que no volverá nunca más. Como imagina en su exilio voluntario que lo recordamos, a quiénes extraña más, cómo es eso de ser el ángel volatilizado de una familia común y corriente.

Aviso a los lectores: si lo llegaran a ver, era un tipo alto, buen mozo, de finos bigotes grises y sombrero de fieltro que usaba en todo tiempo. Avisen a esta dirección, díganle que me gustaría conversar con él un rato y nada más. Luego lo dejaría volver al abandonado mundo de los que libremente se apartaron de los lugares que solían frecuentar para no regresar nunca más.

Qué bárbaro, ¿no?

Juan Manuel Aragón                   

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