15/07/2020

Culturas

La leyenda más arraigada en el pueblo de Santiago del Estero

Escribe Juan Manuel Aragón - (Especial para El Diario 24)
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La leyenda más arraigada en el pueblo de Santiago del Estero

Los santiagueños tenemos varios mitos y leyendas en nuestro haber: la Telesita, el Kakuy, el Crespín, el Linyerita, la Salamanca, el Súpay y la fabulosa y jamás desmentida quimera de una acequia que corría por el centro de la avenida Belgrano, arbolada y siempre fresca. Cada pueblo de la extensa provincia guarda monstruos, aparecidos, muertos que volvieron a la vida, luces raras, misterios no resueltos. Los viejos cuentan la vera historia del Diablo, cuando vivía en Santiago y lo adorábamos en su forma masculina y femenina. Íncubo y súcubo, dos caras de una moneda desigual.

El Apocalipsis saca las cuentas.“Aquí está el saber. Quien tiene pues inteligencia, calcule el número de la Bestia. Porque su número es el que forman las letras del nombre de un hombre: y el número de la Bestia es 666”.

El año 1949, cuando lo elegimos por primera vez como gobernador de Santiago, algunos se animaron a deslizar que su poder para atraer a las masas, bien podría haber sido sobrenatural. Pero en el 52 entregó el mando en forma pacífica. Y su destino se diluyó por un tiempo entre tantos otros que pululaban en el mundo representativo de entonces.

Unos veintiún años después, volvió a ser gobernador y algunos sacaron las tablas de multiplicar y dividir para tratar de hallar una explicación a su buena estrella. En el 73, aliado a quienes después serían conocidos como los Demonios Cristianos, volvió a la gobernación de Santiago, con las siglas del peronismo, mas no con la anuencia de Juan Perón. Lo mismo daba.

El 83 lo vio regresar al poder, luego de un obligado exilio en España, acompañado de quien ya se había convertido en sacerdotisa del culto a su personalidad. Era el Mesías que regresaba. Esta vez lo apoyaron todos: quienes lo combatieron en el 73 y quienes ya lo adoraban cual semidiós que todo lo podía. Los afilados lápices zurraban las matemáticas, buscando la lógica del Anticristo.

En el 87 volvió a dejar el poder rodeado de adulones que, por lo bajo le sonreían la gran traición que le preparaban en las sombras. Por un tiempo le ganaron en todas las cuadreras de hacha y tiza en que lo hicieron competir. Sus laderos lo fueron abandonando uno a uno, desilusionados con la lejanía del poder, atraídos con los fuegos fatuos de una renovación que no era tal. Luego de arduas batallas finalmente volvió.

Era la cuarta vez. Ya había computadoras, en el lapso de la primera a la segunda el mundo había llegado a la Luna. Después todo fue más fácil, ganó de nuevo. Los adulones lo nombraban como Carlos V.

En ese tiempo, un muchacho que andaba con un aerosol, contó las letras de su nombre con los dedos, y en un muro de la Rivadavia, cerca del Solar, escribió “Carlos Arturo Juárez = 666”.

Algunas noches llama a sus antiguos seguidores con un pavoroso silbido. El viento que pasa por entre las ramas de los paraísos, en los barrios, susurra: “Traigo las pupilas cansadas de recorrer los polvorientos caminos de la provincia”. Quizás alguno se acuerde.

Luego se da vuelta en la cama y sigue durmiendo.

Juan Manuel Aragón                   

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