Por qué no publicar poesía en un suplemento de cultura

Cuando me encomendaron la página dominical de Cultura de uno de los diarios de Santiago, un amigo escritor me regaló un valioso consejo, que no publicara poesías, al menos de poetas vivos. “Es un compromiso enorme”, me advirtió. Entendí que, si me desviaba, aunque fuera un centímetro de aquella recomendación, la página se convertiría en un compendio de versos de las señoras mayores que se hacen socias de las agrupaciones de escritores y fatigan presentaciones de libros, reuniones de escritores y asociaciones literarias, con una diligencia propia de causas más elevadas.
La primera vez que recibí una poesía, me la dejaron en la portería del diario. Era de una señora a quien conocía de vista. La puse en una carpeta y ese domingo no la publiqué. El lunes, cuando volví al diario luego de mi franco semanal, me estaba esperando en la puerta para reclamar porque sus versos no habían salido. Le expliqué que, mientras fuera encargado de la página y pudiera resistir las presiones, no iba a publicar versos de autores vivos. Se empezó a correr la voz de que estaba esperando que se murieran todos los poetas. No me importó.
A los días vino otro escritor, esta vez varón, y le dije lo mismo. Como era amigo, le expliqué que, si llegaba a publicar una sola poesía, todos querrían lo mismo. Y al final mi página estaría repleta de versos, tipo “los zapatitos me aprietan”. Me dolió, porque era —es— un buen poeta. Pero entendió. Cuentos, críticas de libros, ensayos, sí publicaba. Estuviera o no de acuerdo con lo que decían, no dejó de salir ninguno. Los cuentos si bien muchas veces no eran un dechado del idioma español, salían con fritas, como decíamos en la redacción. Críticas de libros, aún de aquellas poetisas cuyos versos no aparecían, también salían en el diario, eso que casi siempre eran ditirambos y apologías escritos de las amigas. Un día, el jefe de Redacción me entregó un poema de una de esas autoras, diciéndome que se lo había dado el dueño del diario, recomendando su publicación. Uf. Entonces ideé una sección: “Poesía de los lectores”. Hice una breve introducción sobre la inauguración de ese nuevo apartado y listo. Ahora sí, publicaba todo lo que me enviaban. Comprobé que eran poetisas —y poetisos— con mucho empeño, todos los lunes aparecían por el diario para reclamarme que sus escritos no habían salido. Siempre les explicaba lo mismo, que la página se me había colapsado. Y era verdad, por eso empecé a ilustrarla con imágenes más pequeñas. Hasta que una se avivó y me mandó un poema con un cartelito arriba: “No es para la sección ´Poesía de los lectores´”. Y tuve que aguantar las presiones de nuevo. Aunque sabía que el dueño del diario ahora no se metería, igual los lunes tenía a una o dos, plantificadas en la puerta de la redacción, aguardando que llegara para reclamarme su ausencia. Se la hago corta, un buen día pusieron a otra persona en esa sección y me libré para siempre. En aquel tiempo comprendí que la carrera de escritor es muy desgastante, pues se trata de escribir algo en diez minutos y presionar semana tras semana, para darlo a conocer, con afán peripatético y constancia de león hambriento. Y seguí dedicándome al periodismo. Ahora que soy viejo, podría darme dique de cuentista, novelista, poeta, pero pienso en aquellas nobles mujeres y siempre que me ataca la tentación, me digo: “Paso”. Y sigo en lo mío.