20/06/2020

Opinión

Por qué es preferible ser atún antes que delfín

Escribe Juan Manuel Aragón - (Especial para El Diario 24)
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Por qué es preferible ser atún antes que delfín

El delfín, ahora que me acuerdo, viene a ser un bicho taimado, artero, vil. Se hace el que es amigo de los hombres, pega unos saltos tremendos y chilla cuando quiere quedar bien, así le dan pescaditos para que coma. Hay científicos que graban sus agudos gritos para ver si hallan un patrón común, una nota igual que se repita a intervalos más o menos regulares. Sólo para demostrar que uno de estos días, cualquiera de ellos podría abandonar el mar para evolucionar, venir a vivir con nosotros, vestirse de traje y corbata y casarse con una vecina.

Son menos que los monos, que tienen el prestigio de ser levemente parecidos (hay un vecino, al que justamente, le dicen “Mono”). Además los estudian en sus jaulitas, mientras que para analizar a los delfines hay que aprender a nadar, meterse en el agua, comprar un traje de buceo.

Hay quienes sostienen que el hombre desciende de alguna clase de simio, casi como los jugadores compulsivos creen que uno de estos días, la quiniela les va a dar la revancha de su vida. Sí che, ganariola.

En la imaginación de muchos, los delfines vienen a ser como el “plan b” del evolucionismo. Capaz que piensan que si no venimos de un mono, entonces que sea de un delfín, de churito que te lo es. Mirá si alguien se pone a estudiar a los murciélagos, ahora que están de moda y se da con que compartimos más ácido desoxirribonucleico que con cualquier otro bicho en el mundo. Qué vergüenza, ¿no?

Y los delfines, panchamente, en el mar, comiendo sardinas, haciendo monerías para los turistas de los buques de pasajeros así les tiran alguito de comer. Si fueran tiburones los mirarían aterrados, pensando que si alguno se cayera por la borda, sería merendado inmediatamente. Lo cierto es que si tuvieran hambre, los delfines también los manducarían al toque, sin remordimientos ni pena.

Será que, como a mucha gente, no me gustan los carilindos, los que siempre salen bien peinados y sonrientes en la foto, los que en la superficie les encanta quedar bien con todo el mundo pero aguaitan el momento oportuno para hablar mal del prójimo, al que hasta hace un instante le estuvieron sobando el lomo con palabras lisonjeras, halagos pipirifláuticos y vanas adulaciones.

Saltan del piletón con garbo y elegancia y se zambullen entre el alarido feliz de los chicos, el palmoteo de los grandes, la satisfacción de sus entrenadores, pero en el fondo no son más que obscenos espejos en los que se miran algunos hombres para hacer de su vida una perfecta simulación, un complejo juego de dobleces, una hipocresía sin frenos.

Andan con una sonrisa delineada en el rostro, los ojos esperando el momento de lanzarse sobre su presa, acurrucados detrás de un alma negra, zaina, vil. Se deslizan en un mar de habladurías y murmullos malintencionados, esperando que el tiburón esté debilitado o enfermo de una herida causada por las redes de los pescadores, para lanzarse sobre él y arrebatarle el sillón de jefe, el puestito de encargado de personal, la oficina con vista a la calle, la triste tarea de “hombre de confianza”, que escupirá a los patrones lo que se dice de ellos en los recovecos del océano de la empresa.

Antes que capanga alcahuete de sonrisa fácil y rebenque expeditivo, prefiero ser el estúpido atún que uno de estos días será pescado por un barco ilegal chino en aguas internacionales, fileteado y hervido, puesto en una latita. Natural o al aceite.

Muerto, sí, pero lejos de los garcas.

Juan Manuel Aragón                   

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