17/01/2022

Opinión

Enseñar la caza con honda, deber de todo buen padre

Escribe Juan Manuel Aragón - (Especial para El Diario 24)
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Enseñar la caza con honda, deber de todo buen padre

La honda, llamada gomera en otras partes, era el primer contacto con la realidad de los jovencitos de antes. Era un arma, sí, menos que un 22, pero posiblemente más mortífera que un rifle de aire comprimido. Los hermanos mayores, algún amigo o los propios padres fabricaban la primera de un chico para acompañarlo en sus correrías siesteras en el bosquecito vecino, en la plazoleta, el patio, el techo.

Se hacían de cámara de auto o bicicleta, pero ya no sirven para esos menesteres pues ahora son de plástico y se rompen enseguida. Las actuales se hacen con esa goma que los enfermeros le ponen en el brazo a la gente para sacarle sangre o canalizarle una vena.

En el pago no había piedras, los changos hacían bolitas de barro y las dejaban al rescoldo, así se endurecían. Luego, cuando llegó el ripio al camino dejaron de fabricar sus propios proyectiles y se surtieron de las que generosa y amablemente había dejado esparcidas el Consejo Provincial de Vialidad.

Luego del susto y la emoción de la primera paloma muerta de un hondazo, debían pelarla, sacarle las tripitas y las patas, arrancarle la cabeza y a la vuelta a la casa, entregarla a la madre, como una ofrenda de amor, para que la agregara a la sopa. Luego el padre comentaría con orgullo fingido: “Primera vez que almorzamos el puchero de mi chango, ¡está mozo ya!”.

En el mundo aquel al menos, se cazaba concienzudamente. Los jóvenes iban a la represa a la tarde, cuando se juntaban las pupas, a ver si conseguían algo para poner en la olla de la casa. Cazaban unas cuantas, y volvían felices, no solamente con palomas sino también con alguna aventura para contar.

Con la honda se empezaba apenas se sabía cómo usarla, pongalé 6 o 7 años. A esa edad la cosecha no era mucha, pero con los años se iba adquiriendo la experiencia y puntería necesaria para no fallar ni un solo tiro.

En la ciudad son más escasas estas armas, aunque de tarde en tarde se suele ver muchachos llevando una en el bolsillo de atrás del pantalón. Andan en Tucumán por el parque 9 de Julio y en Santiago por el parque Aguirre, rondando alguna planta alta, aguaitando para cobrarse una presa. En general no suelen ser tan hábiles como los del campo, quizás porque allá tienen más necesidades, andan siempre más urgidos por llevar a la casa algo de carne.

La pandemia pegó fuertísimo en todas partes, sobre todo en el campo. Hay pueblos que se quedaron sin sus fuentes de sustento, los vecinos debieron recurrir a la caza y a la pesca. En los montes vecinos se surtieron de charatas, perdices, palomas, corzuelas, chanchos del monte, quirquinchos, liebres y, quién le dice, hasta alguna cabrilla ajena, con tal de satisfacer el hambre de los hijos. ¿Los va a criticar porque varios de esos animalitos están en peligro de extinción?, ajá, bien por usted. ¿Qué otra alternativa les ofreció para darles de comer?, ¿qué pretendía, que almuercen, aire?

Agregado personal. Hace poco recuperé la honda de cuando era niño. Apenas la quise probar, se le rompió la goma. No importa. Uno de estos días he de comprarle ese canuto amarillo de ahora, así la hago funcionar de nuevo.

Debo enseñarle a mi chango cómo ganarse la vida cuando ninguna otra alternativa ha funcionado. Ojalá que nunca suceda, pero podría necesitar esa habilidad alguna vez en la vida. Entre sus obligaciones, un padre ha de enseñarle al hijo el respeto debido a las mujeres en recuerdo de su madre y de la Virgen María, debería también dejarle buenos libros para su futura instrucción y, por si la pobreza llegara a morderle los garrones, mostrarle cuál es la mejor manera de conseguir proteína, cuando todas las otras formas están vedadas.

Las palomas mensajeras de ciudad son más grandes, pero no tan ricas.

Igual sirven.

Y son plaga.

Juan Manuel Aragón                   

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