14/06/2020

Opinión

Los parientes que eran bajo estos mismos cielos

Escribe Juan Manuel Aragón - (Especial para El Diario 24)
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Los parientes que eran bajo estos mismos cielos

Los parientes que se ven muy de vez en cuando, tienen algo de los viejos tiempos, como que conoces sus anécdotas de labios de los abuelos, los tíos, gente que te explicaba lo que era la vida de antes. A un primo lejano lo imaginas como en las fotos, en el antiguo comedor de su casa o con sus padres y hermanos: quietos, amarillentos, sonrientes y bien peinados en la sala que se abría solamente para las grandes ocasiones.

Sigues creyendo que tu tío Antonio vive en esa vieja casa de la calle Garibaldi, cuando pasas por ahí hay un edificio de varios pisos, sin embargo te empeñas en suponer que un día de estos, al tocar el timbre saldrá a atenderte como hace dos mil quinientos años, cuando ibas con un encargo de tu abuelo. Crees que sus hijos siguen siendo aquellos que conociste cuando chico, ellas vestidas de minifalda, listas para salir a un baile y ellos con pantalones de botamanga exageradamente ancha, tapando los zapatos. Te preguntas si todavía se vestirán de esa manera, si estarán iguales o se habrán convertido en otras personas.

Te niegas a creer que algunos no tengan presentes esas viejas historias que te contaban de niño. Como el primo que se disfrazaba de Batman y una tarde se cayó del techo de la casa porque se creía el hombre murciélago volando por Ciudad Gótica. No puede ser que se haya olvidado, es más, si lo llegaras a ver de nuevo, le pedirías que se eche la capa al hombro como lo hacía entonces.

Son pequeñas salientes en el acantilado de los recuerdos, a las que te aferras para seguir creyendo que hubo otra vida bajo estos mismos cielos. Te niegas a romper ese tiempo que bulle entre tus pensamientos, volviendo a ver la mirada pícara de los viejos cuando se reunían para las fiestas, recordando quién sabe qué picardías que se aniquilaron para siempre jamás. Y vuelves más atrás todavía, cuando te contaban que tu tata había andado matando indios por aquellas polvaredas en que se perdían los rastros de los antepasados, en un bosque que las tardes de verano se convertía en un coyuyal de infancia.

Muy de tarde en tarde, cuando debes asistir a un inevitable velorio familiar, te topas con esos rostros lejanamente conocidos, la tía Emita, mirala de bien que está con sus ochenta y pico a cuestas, el primo Ezequiel, tan correcto y su esposa la Rosita, a quien toda la parentela masculina miraba con ganas, de la que corrían rumores de arteros tropezones, y esos parientes que de chicos vivían en la otra cuadra de tus abuelos, que tu madre te explicaba cómo venía la mano del árbol genealógico, pero al rato te olvidabas.

Decía, uno cree que esos primos lejanos son los mismos de los viejos portarretratos que habitaban la sala de la casa de tus abuelos, pero también son otros. Un día dejaron de ser parte de tu circunstancia, para transformarse en humo que, de vez en cuando, revive con el tecleo de la computadora, se convierte en millones de bits dando vueltas en la nube de internet para volver pronto al abandono del que un buen día ya no saldrán más, porque estarás de inquilino en una parcela en la finca del Ñato, acostado boca arriba, aguaitando la Parusía.

Serás también una foto descolorida y un vago recuerdo en la intemperie de los olvidos permanentes.

Juan Manuel Aragón                   

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