18/11/2020

Opinión

Importancia de los focos de luz para algunos intelectuales santiagueños

Escribe Juan Manuel Aragón - (Especial para El Diario 24)
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Importancia de los focos de luz para algunos intelectuales santiagueños

La diferencia de 30 bujías en una habitación de la calle Avellaneda de Santiago del Estero, más de cincuenta años después, sella el destino de un hombre cuyas cenizas no existen, pues sus asesinos hicieron desaparecer el cuerpo. Esa noche es la conferencia de alguien venido de Buenos Aires. La organización corre por cuenta de la librería Dimensión, cuyo propietario es un todavía joven Francisco René Santucho, nacionalista como los de ese tiempo, oscilando entre el odio al comunismo y la adhesión a la vieja tradición de una Argentina que lentamente se empezaba a ir de las manos.

Ya ha pasado el tiempo de recordados grupos literarios. En la ciudad se forman otros, sin el renombre que adquirieron después aquellos —digámosles— padres fundadores, pero igual de valiosos. A diferencia de los primeros, que eran grandes consumidores de una cultura, canónica, estos, como los de Dimensión, traen disertantes de prestigio para mostrar una ideología distinta, un acto de fe en sus creencias más que alardes de un culteranismo vano. Hay otra diferencia, mientras aquellos eran prohombres con algún poderío económico y contactos en el gobierno para facilitar las “efectividades conducentes”, estos eran trabajadores que, con mucho esfuerzo y bolsillos propios, costeaban la empresa de traer notorios pensadores foráneos o editar sus propias revistas y libros.

Volvamos a ese día, un hombre llega temprano a la reunión. Observa sillas de madera plegables, algún cartel político en una pared y, por una puerta a medias abierta, entrevé una conversación apagada. Está solo. Le impresionan las tinieblas del lugar, iluminado por un moribundo, solitario foco de 40 bujías. Le da algo de impresión. No se queda. Quizás con un poco más de luz, se convencía de oír la conferencia, pero no le agrada el ambiente sombrío. Y durante algo más de medio siglo atesora el recuerdo de esa ocasión.

Al hombre que acudió a la conferencia y se retiró sin oírla, los azares de la vida lo llevan, al final del camino a un agasajo espiritual, con el ofrecimiento de una butaca en una corporación intelectual, de prestigio inútil y tardías aspiraciones al procerato. Debe elegir una designación para su sillón y opta por el nombre de alguien admirado por antiguos capataces del pensamiento local.

Entre los otros llamados, uno decide que su sitial tendrá el hombre de Francisco René Santucho, organizador de la conferencia de hace cinco o seis décadas. Pero hay oposición. Acaloradas discusiones. Que sí, que no. Los cimientos de la asociación crujen como los de un viejo barco que estuviera a punto de irse a pique carcomido por la podredumbre de su propia madera.

Desde el puente de mando de la sociedad —velas raídas por el viento, timón sin rumbo cierto— sus más veteranos miembros blanden espadas al grito de ¡exclusión o disolución!

Como en muchos casos, los más jóvenes ceden al observar la dignidad de los carcamanes corriendo peligro. El argumento principal para convencerlos, no lo creerá, amigo, son las 30 bujías que le faltan a aquella bombita eléctrica para darle a esa habitación de hace más de medio siglo, un aspecto supuestamente decente, acorde a lo que se espera de un personaje que ha de ser parte de la academia perdida en el desván de las cosas viejas.

A quien ha propuesto el nombre del dueño de la librería Dimensión, le piden reconsiderarlo. Es Carlos Virgilio Zurita, esclarecido pensador de Santiago del Estero, sociólogo de nota, hombre afable, cordial, sencillo. No cede. Escribirá sobre Santucho o no será parte de la corporación. Se queda afuera, no le importa, a esta altura de la vida no le interesan los vanos homenajes, las vacías butacas de sitios con olor a naftalina.

Un ateneo creado con el fin de alabar la libertad de pensamiento de cualquier intelectual de los muchos y buenos de Santiago, con buena voluntad como para tomar un tema y desarrollarlo con enjundia, tacha a un posible miembro, sin saber de qué se tratará su escrito. Censura su participación escondiendo la ofensa a un finado que, como tal, no podrá defenderse, detrás de una habitación oscura. Lo he contado a los amigos del café y no me creen, dicen que invento. Y es la pura verdad.

El asunto es comentado en voz baja y solamente en ciertos círculos de Santiago, no fue mencionado en la prensa. Son pequeñas anécdotas cuasi intelectuales, a pocos les interesa el asunto. Muchos han palmeado a Zurita en apoyo a su planteo, más no podían hacer.

Yo he quedado, pensando, desde esa vez, en la ausente solidaridad, patente en este asunto. Pero sobre todo, me sigue admirando la excesiva importancia de la electricidad para algunos prohombres de la cultura.

Mañana podrían ser bustos en una plazoleta con su nombre, calles de un barrio perdido, salones de una biblioteca popular, aulas en una universidad. Cualquiera fuere la suerte de su futura inmortalidad, desde esta humilde columna, les deseo que permanezcan para siempre, alumbrados por su admirado “Osram”, con un foco de 200 voltios y una pintada al pie que diga “Viva Perón”.

Juan Manuel Aragón                   

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