La inteligencia de los robots está golpeando la puerta

La inteligencia artificial produce ideas plastificadas, redondas o cuadradas, nunca parecidas a las nubes: no cambian de apariencia para ser un rato pez, luego la cara de un tío lejano y al rato volverse nada. La inteligencia artificial le gana al ajedrez a cualquiera, desde el aprendiz bobo hasta el campeón del mundo, pero le falta la emoción de saber que podría comerse la dama contraria si no fuera por ese peón maldito o la tristeza de tumbar al propio rey porque ha perdido y la máquina no perdona.

Dicen que la perspicacia de los robots terminará con la ordinaria y nuestrita, puede ser. Pero habrá que aguantar aparatos que serán dueños de lo creado, haciendo caso a una súper—computadora conectada a su vez, a una central mundial dirigida por un grupo de cucarachas, ranas verdes, arañas o el mismísimo Belcebú, la boca se le haga a un lado.

Quién necesita una mujer de plástico cuando las de carne y hueso y sangre y ojos y nariz y pelos y olores y amor, están al alcance de la mano, paseando por las calles. Cuál de ellas querría un hombre joven, fuerte y viril, con brazos de fierro, aceite mineral en las coyunturas, funcionando a batería, los ojos perdidos, las manos frías y voz pedregosa, inorgánica, sin humanidad.

Falta poco para ver camiones corriendo por las rutas sin chofer, aviones vacíos, barcos sin marineros, sal con gusto a nada, un perro que corre tras un barrilete de metal oxidado y súcubos del Averno sembrando pavor entre los pocos que quedemos, si dejan alguno vivo.

Las máquinas están apoderándose del mundo, un rato le tocará a usted, luego al vecino. Pido auxilio, nadie me oye, grito fuerte, tampoco. Han derribado la puerta, ahora vienen

Juan Manuel Aragón

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