20/01/2023

Opinión

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El fusilado dos veces

Por Guillermo David para Página|12.

La masacre de 1907 perpetrada en Ingeniero White sobre los trabajadores portuarios alzados en huelga resplandece en la mitología obrera de Bahía Blanca como un hito trágico. Con su carga de amenaza, de estupor, de sinsentido, de bronca, ese recuerdo triste que indignó a su época fue siendo eclipsado por la acumulación de eventos de diversa envergadura que llamamos historia –así, sin mayúsculas- hasta volverla casi imperceptible. 

Su relato, que fue patrimonio de la tradición oral forjada entre mate y mate en los obradores, en los talleres y en las cocinas de las casas humildes o de las gamelas que acogían obreros golondrinas, fue quedando a merced de la leyenda y el laboreo del olvido. 

Los años setenta, tan atravesados de una fuerte politización y estetización de la historia como propicios a encabalgarse sobre aquellas jornadas para darle un sentido inmediato a su puesta en escena, conocerían en la dramaturgia local una famosa versión llevada a cabo por el Teatro Alianza: se trató de Puerto White, 1907, creación colectiva con dirección de Coral Aguirre. 

Era agosto, era el ’73: un puñado de jóvenes radicalizados representaban en modestos escenarios montados en barriadas populares el antiguo drama que tanto se parecería al de su generación. 

Poco después sobrevino la persecución, la clausura de los espacios democráticos, la desaparición y muerte de decenas de militantes, el exilio; en fin, el cierre de una experiencia de vínculo político con aquella historia que de algún modo funcionó como una suerte de profecía autocumplida. 

Tras la hecatombe dictatorial la historiografía académica lugareña visitaría el tema en dos ocasiones. Ingeniero White – La huelga de 1907, un conciso trabajo de Jorgelina Caviglia, profesora de la Universidad Nacional del Sur, fue editado en 1993 por el Museo del Puerto; organizado en el 2000 por Sergio Raimondi, su director y uno de los mayores poetas de su generación, un nuevo folleto sobre el suceso llevó por título A ordenar, a ordenar, cada cosa en su lugar.

La retahíla de eventos que acabaría en masacre comenzaría en los muelles donde se construían los elevadores que ampliaban la capacidad operativa del puerto. 

Allí habían sido cesanteados dos obreros remachadores, lo que suscitó un conflicto conducido por los compañeros que pedían su reincorporación. En el amanecer del 23 de julio de aquel duro invierno hacía dos días que la huelga general estaba declarada, pero el acatamiento no era masivo. 

Fue en ese momento que un grupo de militantes obreros ingresaron al área de trabajo lanzando consignas y llamando al resto de los trabajadores a sumarse a la huelga. 

A poco de recorrer los talleres sintieron sobre sus espaldas el accionar de los marinos de la Subprefectura, que, puestos al servicio de la empresa, increpaban a los dirigentes para dispersar la actividad. Allí se dio el primer choque, protagonizando incidentes menores. 

Rápidamente un grupo de 500 trabajadores marchó a refugiarse en la Casa del Pueblo, donde en asamblea se plantearon cuáles serían las acciones a seguir. Acaso un boicot o una manifestación, acaso la edición de una proclama pidiendo por sus compañeros, o quizás una campaña de solidaridad: esas eran las opciones que se barajaban. 

Pero el debate se interrumpió pasadas las 10 a.m., cuando un oficial de apellido Passo junto con un grupo de marinos lanzó una primera ráfaga de máuser que penetró en el frente del local, sembrando el pánico y la confusión. 

Los impactos destrozaron las paredes y regaron de sangre obrera el embaldosado. Una vez derribada la puerta y ante el desconcierto de la asamblea, comenzó el desalojo forzoso mientras se efectuaban disparos a menos de cinco metros de distancia sobre los trabajadores a medida que iban saliendo.

Las víctimas presentaban impactos en el torso o en las piernas, violentos golpes de culata eran lanzados por los marinos a quienes en aquel momento pasaban circunstancialmente por el escenario de los hechos, como a José Falcioni, un joven italiano que pagaría con su vida el encuentro casual con las fuerzas del orden. 

Según La Vanguardia, órgano del Partido Socialista, después de la matanza “se ha enarbolado en la Casa del Pueblo una bandera roja con un crespón negro, en señal de duelo”. “Los obreros de la ciudad, en conocimiento de los hechos sucedidos, organizaron una columna de manifestantes con la intención de recorrer el pueblo, pero la fuerza de línea la disolvió. El comercio, en señal de protesta, ha cerrado sus puertas; la población esta alarmadísima. Se temen nuevos excesos por parte de la soldadesca”. 


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El puerto quedó enlutado, en silencio. El clima se tensó y el temor se sentía en cada esquina, paralizados los pobladores por la actitud salvaje e injustificada del comandante Astorga, a cargo del operativo, y sus hombres. 

Cabe incluir en esta página la actitud del Cabo Díaz, quien, siendo parte del cuerpo armado, pedía a gritos a sus camaradas que no hicieran fuego sobre los trabajadores, cuestionando la bestialidad de las directivas de sus mandos superiores. 

Al día siguiente, todos los diarios de la ciudad y de la capital publicaron en tapa los sucesos de Ingeniero White, variando radicalmente la versión de los hechos según el grado de influencia que detentaba el Gobierno sobre el medio. 

El Ministro del Interior, que había seguido el asunto a través de los telegramas que le llegaban a cada momento desde Bahía Blanca, lanzó de inmediato comunicados que hablaban de una –inexistente- agresión obrera a las fuerzas de Subprefectura. 

De inmediato el conflicto cobró dimensiones nacionales y los dos referentes de los movimientos golpeados, Alfredo Palacios, del socialismo, y Pietro Gori, del anarquismo, se presentaron en White para asistir a sus compañeros. 

El primer Diputado socialista de América desplegó una importante labor de intercesión amparado en su investidura parlamentaria, logrando restituir las llaves de la Casa del Pueblo a los obreros, liberar a los detenidos, y recabar testimonios directos sobre cuya base realizaría una interpelación en la Cámara de Diputados a los responsables de la matanza. 

Pero el viernes 26 lo que iba a ser una masiva jornada de protesta se convirtió en un cortejo fúnebre. La muerte de Atiliano Pascual, otro joven italiano, fue la noticia que terminó de conmocionar a la población. 

Las clases populares llenaron las calles del White para acompañar el cuerpo. Cinco mil personas desafiaron a la ley, llevando en andas el cajón sobre el que se lanzaron discursos, y finalmente se entonó La Marsellesa para despedir al caído.

El sábado 27 el puerto amaneció con la sensación de una aparente calma, pero desde temprano corrió la noticia de que José Falcioni había muerto en el Hospital Municipal de Bahía Blanca, luego de tres días de agonía. 

Nuevamente los habitantes ganaron las calles, en esta ocasión en mayor número, y acompañaron el cuerpo no solo los obreros sino la comunidad toda. 

Encabezado el cortejo por una improvisada orquesta, los manifestantes salieron de la Casa del Pueblo rumbo a la estación de ferrocarril para viajar hasta Bahía Blanca y dar sepultura al compañero. 

En su camino, los pobladores se detuvieron frente a la sede de la Subprefectura –actual sede del Museo del Puerto- para señalar a los asesinos. Toscanito, un joven obrero, se subió a la baranda del almacén de Usandisaga, para descargar su odio contra los agentes. 

Nuevamente Astorga observaba la situación detrás de un piquete de marinos que se encontraba armado en el frente de su dependencia. 

Ordenó entonces, una vez más, la cacería, y sin mediar explicaciones los marinos abrieron fuego sobre la muchedumbre. 

Sus subordinados lanzaron una descarga de fusiles que alcanzó a varios de los manifestantes pero también al ataúd de Falcioni, que quedó sobre la tierra de la calle principal atravesado por las balas: había sido acribillado otra vez. 

Puro viento costero y polvareda cubrían la esquina de Cárrega y Guillermo Torres. En medio del empedrado quedó el cajón agujerado. Inicialmente la multitud se dispersó horrorizada, hasta que algunos valientes recogieron el cajón y continuaron con el cortejo. 

El Estado argentino que en su Constitución invitaba estos extranjeros a poblar amablemente nuestras tierras los entregaba a sus familias en un féretro baleado. La comunidad de Bahía Blanca y de White quedó conmovida, ensimismada, registrándose una paralización total de las actividades en la jornada siguiente. 

No hubo carros, no atendieron los comercios; el paisaje era desolador en las calles de la ciudad. En cuanto a la consideración legal de los sucesos, sobrevino lo que a lo largo del siglo se convertiría en una rutina siniestra que desnuda el accionar del Estado ante las masacres obreras: Astorga fue separado provisoriamente de su cargo, y el Ministro del Interior prometió investigar los hechos hasta las últimas consecuencias y castigar a los culpables. 

Alfredo Palacios realizó una interpelación pública a ambos en las gradas del Congreso de la Nación, que no sirvió más que para acumular en el libro de actas un puñado de documentos precisos y la labor testimonial de la minoría socialista.




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