30/06/2020

Culturas

relato

La tribu del Bosque Azul, el pueblo de los ancestros

Un cuento de Juan Manuel Aragón - (Especial para El Diario 24)
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La tribu del Bosque Azul, el pueblo de los ancestros

No es que les habíamos organizado la farsa para que la creyeran: que venían porque de antemano estaban convencidos. Querían hallar un pueblo en medio del bosque, incontaminado de las luces de la civilización, lo habían buscado toda la vida y les caíamos como anillo al dedo.

Cada vez que venían, nos cambiábamos la ropa y usábamos plumas, sandalias y adornos que compraba mi padre en el pueblo. “¡Eh!, ¡mamá!, ¡de nuevo!”, protestábamos. Pero nos mandaban: “Calladitos, no hagan morisquetas, no se rían y hagan como que son mudos”.

Al tío Andrés le decían “Padre Abuelo”, “Gran Padre” “o “Padre de todos los Padres”, miraban todo de forma ceremoniosa. Los chicos nos hacíamos de no verlos mientras seguíamos jugando a las bolitas.

El tío Antonio había visto en la ciudad un mate de asta de vaca, cuando volvió fabricó uno parecido que sacaba a relucir cuando llegaban, se sentaba debajo de una planta de tala,encendía un fuego y calentaba el agua en una pava vieja que tenía para esas ocasiones. Los convidaba a sentarse, les ofrecía amargos y explicaba: “Esto del mate es una ceremonia que nos viene de los antiguos...”.

Los traía Rubencito, el chofer del colectivo, que les cobraba sus buenos mangos por el viaje. Nos traían mercadería, harina, aceite, azúcar, yerba y también le daban plata al abuelo, que después repartía entre los hombres. Mi madre una vez les vendió el mortero, diciéndoles que tenía propiedades mágicas para moler charqui, una fortuna le pagaron.

Le habíamos puesto “Día macanero”, porque inventaban tonteras para contarles. Les decían de los dioses de la tierra, el gringaje lo atendía como si estuviera hablando el Papa.

Los convidaban a comer cabrito, lechón, alguna gallina que degollaban y pelaban el día anterior porque decían que les causaba impresión verla morir, como si después no se hubieran chupado los dedos comiéndoles las piernas hasta no dejarle ni una miga de carne en el hueso.

A los nuestros no se les caían de la boca palabras como “tradición”, “dioses”, “ancestral”. Una vez que las empezaban a decir, como que los otros se tranquilizaban y curioseaban por todas partes.

Mi abuelo bendecía la mesa larga. “Gran espíritu, baja a nosotros y entréganos tus frutos para que los comamos los humanos”, decía. Los grandes hacían reverencias raras, en vez de persignarse como siempre, nos habían penado para que no digamos “amén”. Calladitos, ¡chitún boca!

Una vez sentí una conversación entre mi padre y Rubén. “Les inventamos un idioma que nos viene de los ancestros”, alegaba mi padre. El otro respondió: “Deje que les averigüe si les interesa”. Desistieron porque les avisaron que traerían un experto en gramática y capaz que descubría el merengue.

Hasta que un buen día consiguieron trabajo en la ciudad y nos vinimos todos de sopetón. Rubencito primero los llevaba a conocer las casas abandonadas y después cuando se le acabó el curro no vinieron más y se acabó el negocio. Al tiempo apareció el libro: “La misteriosa desaparición de la tribu del Bosque Azul”. A veces cuando tengo ganas de reírme un rato, lo ojeo de nuevo, siempre descubro, con asombro, lo estúpidos que llegan a ser algunos cuando buscan con desesperación algo que otros no tienen pero están dispuestos a inventar.

Con tal de ganar unos pesos para seguir tirando.

Juan Manuel Aragón                   

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