21/11/2020

Opinión

El Citroën 3CV, tenía el color psicodélico de la vida con esperanzas

Escribe Juan Manuel Aragón - (Especial para El Diario 24)
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El Citroën 3CV, tenía el color psicodélico de la vida con esperanzas

El Citroën 3CV fue uno de los más grandes inventos de la humanidad, después de la rueda, el fuego y el mate amargo. Su descubridor merece un monumento magnífico, igual al que seguramente debe tener el de la pava para el mate, utensilio insustituible en la cocina argentina, quizás el más necesario de todos. Ese auto era además, simpatiquísimo, amable y con una merecida fama de ser involcable por su suspensión maravillosa.

Parejito, sin sobresaltos, se llegaba de Santiago a Tucumán en algo más de dos horas y media, a 70, 75 kilómetros por hora, parando a comprar medialunas de Buby, obvio. En la bajadita antes de llegar a las Termas, con viento a favor, si se pisaba a fondo el acelerador, la aguja del velocímetro marcaba 80, una barbaridad. Cuando se cruzaba con un colectivo de los grandes, se le hinchaba el techo y había que tener mucha cancha en el volante para no irse a la banquina o darse de frente con el Scania que venía de allá. Aventuras irrepetibles, riéndose a las carcajadas en los caminos de la patria.

Si alguno no te pasaba como poste, ahí nomás le hacías una carrerita, pero los únicos que andaban más despacio eran los carritos tirados por caballos. Hasta el Fiat 600, otra maravilla de la mecánica moderna, era más rápido que el Citroën.

Dicen los entendidos: sus formas redondeadas, la palanca de cambios al frente, la facilidad para aprender a manejarlo lo hacían ideal para las mujeres. Pero después se fabricaron autos igual de redondos, más sencillos de conducir —hasta cámaras para estacionar traen los actuales— y los usan los hombres de pelo en pecho sin ningún complejo, no les da miedo recibir el mote de “mujercitas”, por andar en autos más femeninos. Como si alguna vez los hubieran fabricado con líneas de diseño en ángulo recto, haga el favor. Digamos, de paso, que su forma era casi una ofensa a los ojos, si se lo miraba parte por parte, pero el conjunto tenía un aire simpático, agradable y ¿digamos campechano?, digamos campechano.

Muchos jóvenes ´fierreros´ de hoy sueñan con un descapotable para sentirse viajando por la Riviera francesa, las calles de Barcelona, la costanera de Santiago del Estero o la avenida Mate de Luna en Tucumán (sector chetaje). Bueno, el 3CV, era eso. Con mucha facilidad se le desprendía el techo de lona impermeable y sus dueños salían a respirar el aire fresco de las noches de San Javier, en Tucumán, San Lorenzo en Salta o Yala en Jujuy, pongalé.

Todo era una aventura en ese vehículo, desde sus faros dirigibles, hasta su motor refrigerado a aceite, pasando por esa pestaña debajo del parabrisas delantero, para dejar que pase el aire en el verano, las ventanillas rebatibles, la bocina característica y los 15 kilómetros que hacía con un litro de nafta, en la ruta y a velocidad crucero: 50 kilómetros por hora, o sea.

El Citroën era, además, un perfecto living en los picnics: se le sacaban los asientos completos y se los instalaba adonde quiera que estuviera estacionado. Una maravilla como esa no ha vuelto a verse en ningún automóvil construido por fabricantes de la esférica Tierra. Esta comodidad permitía además, hacer de todo el auto una carpa y, con un buen colchón, largarse nomás a dormir, tranquilo a la orilla del camino.

Venía de fábrica con colores fosforescentes, amarillo patito, verde limón, azul eléctrico, no como ahora, que todos los autos traen un rojo lavado, gris tímido, blanco tiza. No. En esos tiempos la esperanza estaba al alcance de la mano y la gente pintaba de colores estridentes, su psicodélica vida, si los Beatles habían pintado su Rolls Royce de colores psicodélicos desafiando convenciones, ¿por qué no el Citroën, digamé?

Cuando pasó su tiempo algo se quebró el alma de muchos pueblos del mundo, lo mismo en la Argentina, por supuesto. Hoy las calles grises y desalmadas de la pandemia lo siguen extrañando mientras recuerdo a mi madre al volante del nuestro, amarillo refulgente, viajando hacia el norte por la ruta 34, a la siesta, espantando ututus, levantando el salitre entre Suncho Pujio y El Guapo, rumbo a la casa de mis abuelos, a sus cielos resplandecientes.

Lindo haber aprendido al menos a deletrear, para volver de nuevo, una y otra vez, a los eucaliptos de la infancia.

Y escribirlo.

Juan Manuel Aragón                   

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