16/08/2018

Tucumán

por Juan Manuel Aragón

El lenguaje de los sirupíticos

El escritor de usos múltiples regala una nueva disquisición sobre un tema de actualidad que puede estarnos pasando por alto diciéndole al pan pan y al vino vino.
El lenguaje de los sirupíticos | El Diario 24 Ampliar (1 fotos)

Como con el agua, usemos responsablemente el lenguaje sin hacer abusos innecesarios.

¿Qué es un salón? Una sala grande, obvio. ¿Cuánto mide? Depende, pero pongamos que de cinco metros por cinco en adelante, ya es salón. ¿Para qué sirve un salón? Uf, para todo lo que se puede hacer en un espacio de más de 25 metros cuadrados, saltar la piola, hacer gimnasia, cantar, formar coros, dúos, cuartetos, dormir solo, en pareja o en grupo, en camas, en colchonetas, en sillones o en el suelo, hacer un acto escolar, instalar un aula, poner un piano y tocarlo —o no— o tener varios instrumentos jugar al ping—pong, al ludo o a la pilladita, colgar cuadros y armar una exposición, una variedad casi infinita de actividades. Es lo mismo que tener un auto, puede ser para pasear, viajar, ir y volver del trabajo, salir de noche, correr carreras, en fin.

¿A usted se le ocurriría decir que tiene un auto de usos múltiples? No, porque le dirían que es el colmo de sirupítico tirando a tarúpido. ¿Entonces por qué le dicen salón de usos múltiples y le ponen hasta las siglas, a lo que no es más que un simple, sencillo, humilde y puto salón? Si explicaran que un salón a secas es uno que tiene cuatro paredes y un techo, en cambio el de usos múltiples tiene tal y tal cosa que les falta a los otros, podría pensar, “¡ah!, bueno, me equivoqué”. Pero no hay una chota diferencia entre uno y otro. Salvo las ganas de complicar la lengua con recursos tomados de la burocracia de humilde escribiente de tribunales tirándose de finioli.

Algo parecido sucede con el agua. Antes el agua era agua. Le decíamos agua del caño a la que venía con la temperatura del caño y agua de la heladera a la que era fresquita. También venía el agua embotellada, que tenía un gusto raro, como de aljibe, y se suponía que era más sana, aunque nadie sabía explicar por qué. Y estaba la soda. Que era soda nomás. En el último tiempo el sirupitismo al dente que campea por todas partes, hizo otras clasificaciones, algunas tautológicas por demásmente. El agua ha dejado de ser agua, ahora es agua mineral sin gas. ¡Y sí, papito!, ¡el agua es un mineral, ¡qué más quieres que sea! Suena tan repelotudo al cubo como decir “lechuga vegetal”. Otros le agregan que es sin gas. ¡Claro!, porque si tiene gas es soda, papito. ¡No!, te atajan los modernosos del idioma: “Si tiene gas es agua mineral con gas”. ¡No digas, infeliz! Si le pidiéramos al mozo: “Traigamé un plato de caldo con pasta, arroz, sémola, hortalizas, u otros alimentos troceados y cocidos en ese caldo”, el otro podría pensar “¿por qué no dice ´sopa´ este imbécil?” Para no entrar en otras exquisiteces, como el “agua mineralizada sin o con gas”. El tontaje suele explicar que la mineralización viene a ser agua que trae alguna clase de tierrita o asuntitos microscópicos inorgáncos que le ponen de gusto para que te haga bien al organismo. Lo peor no es que lo dicen, sino que también lo creen.

Podríamos hablar también, largo y tendido, sobre las diferencias que hallan los burócratas del lenguaje al barrio, el simple barrio de antes y el pomposo complejo habitacional de ahora, entre médico y profesional del arte de curar o, como dijo Inodoro Pereyra, entre un domador y un licenciado en problemas de conducta de equinos marginales.

Ya lo veo, uno de estos días, en la librería, pidiéndole al empleado: “Demé el utensilio para escribir que es un tubo hueco, de plástico o metal, con un depósito cilíndrico de una tinta viscosa en su interior y una bolita metálica en la punta que gira libremente y hace salir la tinta de forma uniforme”. Capaz que el otro se avive y le pregunte: “¿Una birome?”. Pero si no, digalé “una Bic”. Y listo el gallo o gallina joven, generalmente destinado al consumo. ©Juan Manuel Aragón




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