06/02/2020

Opinión

Basta de mitos: La sandía con vino, no mata

Escribe Juan Manuel Aragón - (Especial para El Diario 24)
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Basta de mitos: La sandía con vino, no mata

Las catitas en lo alto de los eucaliptos ponían su sello siempre especial a las siestas aquellas. Mi madre traía una sandía que había refrescado detrás del tinajón y comenzaba una fiesta entre los hermanos, más grande que todas las que recordaban haber tenido. Mirado en retrospectiva, después de ese tiempo tampoco tuvieron algaradas más felices. Por ese entonces el mundo se dividía entre los días de clases en la ciudad y las vacaciones en la casa de mi abuelo, cuyo diáfano cielo no ha vuelto correr dichoso sobre los algarrobos aquellos.

Apenas mi madre cortaba la sandía, llegaban las gallinas que se darían también su pequeño banquete siestero con las semillas que escupíamos bien lejos, sin los temores que bajan las normas de buenos modales y se instalan en los mayores como una forma de dar rienda suelta a las hipocresías de la sociedad: éramos chicos, nada de eso importaba. Todavía, al menos.

Mi abuelo tenía el privilegio de probar el corazón de la sandía y comentar su sabor, cual catador frutero. Fuera cual fuere su veredicto la encarábamos con fervor y presteza. Las cáscaras eran oportunidad para que los varones mostráramos nuestra fuerza, arrojándolas lejos, quizás pasando el horno de barro y tal vez más allá del guardapatio.

Todavía recuerdo el día que mi abuelo le ganó la discusión a mi padre sobre esa polémica cuestión que tiene a maltraer a la ciencia médica. ¿Es mortal la mezcla de sandía con vino? Mi padre decía que no, mi abuelo porfiaba que sí. Mi padre se levantó, trajo un vaso de Moscato, metió adentro un pedazo de sandía y, ante el estupor de todos, intentó matarse comiéndolo con una sonrisa en los labios. Esperábamos verlo caerse irremediablemente muerto, pero nada le sucedió. Mi abuelo entonces dijo: “Ha hecho trampa: la sandía sí mata, pero con vino tinto”. Entonces nos tranquilizamos, mi padre no tenía compulsión al suicidio.

Ahora, cuando hace calor, la gente compra un ventilador o un aparato de aire acondicionado. En ese tiempo se sabía que siempre iba a hacer calor y entonces la gente ponía plantas grandes en su casa, para tener sombra y fresco. Mi abuelo había puesto unas cañas huecas, que dan una sombra tupida, verde, oscura y generosa. Además había plantado los siempre presentes paraísos de la campaña santiagueña, un olivo, la infaltable higuera, varios naranjos, algarrobos y un guayacán que, si algo del mundo aquel se conserva, debe seguir creciendo en gracia y hermosura, aunque fuera de nuestro alcance y conocimiento.

A veces me pregunto hace cuántas vidas que sucedía aquello: si una sandía de las que llamábamos Charles, de las ovaladas, holgada daba de comer a toda la tropa de hermanos, primos, amigos y algunos mayores. Cuán grandes debían haber sido para que quedáramos satisfechos, listos para encarar lo que restaba de la tarde después de semejante felicidad. Dicen las malas lenguas que nos conformábamos con poco, porque lo que vale se consigue con dinero. Pero qué sabrán saber esos, ¿no?

Escribo estas líneas una madrugada de domingo cualquiera de este febrero maravilloso que nos regala Dios en su infinita grandeza. Sentado frente a la máquina de escribir, llegan por la entreabierta puerta de casa las coplas de los gorriones y de algún quetuví amanecido. Dentro de unas horas, quizás las hojas caídas de los eucaliptos del pago azul aquel, se moverán sin porqué ni razón. Serán los pasos del duende de la siesta buscando una tropa de chicos que espera su sandía, sombreando bajo las cañas huecas. Una catita volverá a su nido. El silencio del viento contra las hojas acompañará el dulce recuerdo de un tiempo que, si Dios quiere, no ha de retornar aunque los siglos se hagan añicoscontra la vida evocando a los abuelos.

©Juanmanuelaragón

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