27/02/2020

Opinión

La usura y la semilla del mal del capitalismo

Escribe Juan Manuel Aragón - (Especial para El Diario 24)
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La usura y la semilla del mal del capitalismo

La Iglesia católica condena el cobro de intereses. El movimiento contra la usura ganó ímpetu durante la Alta Edad Media y en 1311, el Papa Clemente V la prohibió totalmente y declaró nula toda legislación secular en su favor. Pues bien, la banca, el comercio, la  producción, los servicios y todo lo que vuela, nada, anda o camina hoy en día, depende casi exclusivamente de la usura. Sin alguien que se queda con el interés del dinero que presta a otros, el mundo hoy no se movería un milímetro de donde está parado.

Cuando el sistema de valores en que había reposado la  cristiandad se vino abajo por las escaleras, pongamos en Francia y en 1789, por dar lugar y fecha, ya no hubo frenos en el mundo para que la usura fuera considerada, como oficio y profesión, una tarea honorable. Comenzó entonces  un desarrollo y un progreso en la ciencia y en la técnica, que todavía no se ha detenido.

Entonces, ¿la Iglesia católica no tenía razón en prohibir la usura?

El problema de la manera de pensar que se impuso en el mundo, luego de que fueran aceptados los créditos usuarios es que todas las transacciones se reducen  al dinero. No se trata ya, de lo que el dinero compra sino del dinero visto como bien en sí mismo.

Si alguien compra un arma de fuego, es lógico que quiera luego ponerle una bala y hacer un disparo, si se cocina una papa, lo lógico es comerla después, el mandadero que lleva los remedios de una  farmacia querrá cobrar por su trabajo. Las cosas que están en el comercio tienen su utilidad y su precio.

El dinero es un bien que, en sí y por sí mismo, no sirve para nada. El prestamistas e deleita solamente con su posesión y acrecentamiento. El avaro Rico Mac Pato de Disneylandia gozaba tirándose de un trampolín a una pileta repleta de billetes y monedas de oro sin ninguna censura moral, porque es  parte de la mentalidad de una parte de la sociedad norteamericana que ha hecho de la riqueza un bien materialmente deseable.

El inversor que compra un terreno en el  Mato Grosso no es un campesino preocupado porque sus hijos hereden la sombra de los árboles. Tampoco se convierte, estrictamente, en alguien que ha comprado tierras. Sólo ha hecho una inversión, es decir, ha gastado su dinero en algo que le debe redituar más dinero, en este caso son bosques, pero podrían ser acciones, una fábrica o un condominio. No quiere oir el sonido del bosque ni el rumor del agua corriendo luego de la lluvia ni saber de qué color son las plumas de los pájaros o admirarse por la manera de saltar de la corzuela cuando huye del león.

Es solamente uno de los últimos eslabones de la gran cadena de usura mundial. Ha pagado por una selva virgen que, así como está, no le rinde dinero. Debe tumbar  los árboles lo más rápidamente posible, para recuperar lo que pagó y luego ganar mucho más. El mundo actual, que se rige solamente por las leyes positivas, le da la razón en lo que hace, no necesita nada más para justificar sus  actos.

La soja que produzca su tierra irá a una industria que la convertirá en aceite, luego vendrán  los barcos que la llevarán al Asia para su consumo. En el camino hay mucha gente que vive de los sucesivos traslados y modificaciones del grano original. La cadena de este producto es manejada por la usura: las máquinas sembradoras, los fabricantes de los venenos para fumigarla y las nuevas máquinas que se necesitaron para ello, las cosechadoras, los camiones que la llevan al puerto, la propia fábrica, el barco que la traslada, llevan en sí mismos un componente adicional, el préstamo de dinero con interés, sin la cual ninguna operación hubiera sido factible.

Decirle al usurero que renuncie a producir soja y que deje intacta la tierra, sería lo mismo que intentar que la serpiente no se arrastre, que la vaca deje de mugir, que el viento no sople. Si hay algo imposible en el mundo es  ir contra la naturaleza —y  la esencia— de las cosas. Para lograrlo, se debería  volver a la Edad Media, al Papa Clemente V y hacer una economía distinta, en la que unos pocos no se aprovechen de  las necesidades de muchos, imponiéndoles el préstamo a interés. Es cierto que hay magnates que compran  grandes extensiones de bosques para mantenerlas intocadas, como también es verdad  que hubo grandes dignatarios de la Iglesia que hicieron de la usura su modo de vida.

El verdadero intríngulis del problema de la deforestación mundial ya no es deshacer el mundo de la usura: si tal se intentara, quizás se provocaría quizás un desastre mayor que el que se desea remediar. En una de esas  la solución pasa por volver a la cultura del trabajo, reconocer que  quienes  producen algo  con sus manos, entre ellos los pequeños campesinos, son los  verdaderos artífices  de nuestra civilización y pagarles de manera acorde, para que no sean los que más sufran los embates de los capitales usuarios del mundo.

No se propone aquí un quimérico regreso a la Edad  Media, sino tal vez, abrir el hilo de una discusión acerca de los comienzos del actual sistema capitalista y la semilla de destrucción que lleva adentro. Y tal vez, el reconocimiento de que no es atacando las consecuencias  como se combate contra la injusticias, sino yendo a sus mismas causas, aunque se tarde un poco más, sea más difícil o más cuesta arriba. Un examen de conciencia debería llegar a la conclusión de que la oscuridad de la Edad Media con que se regodean desde  hace varios siglos los calumniadores de la Iglesia Católica, es decir sus enemigos de siempre, tuvo al menos esta luz de entendimiento para prohibir una práctica que hoy se da como buena, deseable y benéfica. Si se hubieran seguido sus enseñanzas, de antes y después de Clemente V, tal estaríamos libres de la peste del calor atroz que trae la muerte de los bosques, que se avecina para todos y del que difícilmente nos vamos a librar.

©Juan Manuel Aragón

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