21/09/2020

Opinión

Por qué se mandaron a mudar los espantos de los bosques del norte

Escribe Juan Manuel Aragón - (Especial para El Diario 24)
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Por qué se mandaron a mudar los espantos de los bosques del norte

De un tiempo a esta parte dejó de haber luces malas, pájaros de mal agüero, petisos fantasmas, mujeres de blanco, calaveras voladoras, perros familiares, runa—uturuncos malevos, horribles ucumares, duendes orejudos, fogosos almamulas. Entraron en la categoría de especies en peligro de extinción o se vinieron a vivir en la ciudad y circulan entre la gente común y corriente, pues ya no tienen bosques para cobijarse.

Ahora todo es campo abierto, soja, arándano, limón, caña de azúcar, maíz, frutilla, sorgo, poroto, yuyo en una palabra. Hileras prolijas, simétricas, parejas, de sembrados, cuyos frutos alimentarán a los cerdos al otro lado del mundo, son el sinónimo de adelanto, progreso, buena vida, modernidad.

El norte argentino no supo producir de acuerdo a su ser para, en vez de tirar abajo toneladas de madera, hacer algo productivo y racional con ella. Se eligió dar primacía a las necesidades de otros, y no satisfacer los intereses propios. Se optó por un modo de vida que no era acorde a la idiosincrasia, el modo de ser, el clima y el alma del propio pueblo. Con el progreso se hicieron añicos toneladas de algarroba, susceptibles de ser convertidas en harina alternativa para celíacos, por poner sólo un caso de lo perdido por parecernos al resto del mundo.

En el camino se olvidó de quién era, permitió el invento de un folklore ajeno y con estilo norteamericano. Había un pueblo inquieto, alegre, de hábitos nómades y lo acostumbraron a vivir entre cuatro paredes, tenía una música propia, venida desde el más lejano Medioevo español y le impusieron ritmos ajenos, modernos, estridentes. Le dijeron: “Adáptense al universo o el universo conspirará en su contra”. Y creyó esa mentira. No quiso ver al orbe entero clamando para que fuese lo más parecidos a su propio ser y sentir, pues el resto del mundo necesitaba de sus diferencias, no de su acatamiento a normas impuestas para otros suelos, otras realidades, otros sueños.

Luego de haber tenido al bosque como un enemigo, muchos están convencidos hoy del progreso llegado en forma de cordón cuneta, barrios con casas todas iguales, pavimento, aire acondicionado como una necesidad ineludible, la televisión convertida en maestra de vida y la locura de vivir ensardinados en ciudades faltadas de la dimensión humana de la vida y siempre ajenas.

Quienes pretendan buscar los viejos espantos no los encontrarán ni siquiera en el fondo de las pupilas del recuerdo de los más viejos; se murieron todos, quedaron empantanados en un pago inexistente luego de una tormenta de olvido y abandono. Todos los cuentos de aparecidos misteriosos en el filo de la noche oscura o alunada ocurrieron en el pasado remoto. Nadie es capaz de narrar una historia verdadera de la semana pasada: ya no hay un fogón de sobremesa de la cena, los chicos con los ojos abiertos, oyendo historias de los mayores, mientras afuera canta el alicucu en el algarrobo, el ataja camino se prepara para saltar por delante del sulky y a lo lejos llora el cacuy en la rama del yatay. Y la noche estrellada sigue cruzando misteriosa por detrás del chiquero o baila en un remolino del camino nacional.

Ahora, por ese mismo sitio pasa rauda una sembradora de soja, dejando atrás una polvareda inmensa y vacía; arroja semillas a intervalos milimétricos para no desperdiciar ni un poquito de la inversión millonaria de un grupo de tenedores de bonos, lejano y anónimo a quienes solamente le interesa la ganancia de su dinero.

En el pueblo cercano, el resto de aquella familia montaraz, quizás mire por la tele a la tropa de prostitutas que —incansables y porfiadas— noche a noche muestran lo peor del espíritu argentino con una procacidad digna del peor y más infecto lupanar. Alguno saldrá al patio durante un instante (cuando le den la orden “un corte y volvemos”), y mirando las estrellas opacadas por la luz del foco de la esquina, quizás se acuerde de los días y las noches en el territorio sagrado que fue de los abuelos y ahora, con nombre extranjero produce frutos inexplicables, sólo aptos para gente del otro lado del mundo. Después regresará a la casa, a reírse del último chiste de porteños. ¿Lo conoce?

Juan Manuel Aragón                   

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