19/10/2020

Opinión

¿Sabe qué era un tumbadero, o nunca pagó por “eso”?

Escribe Juan Manuel Aragón - (Especial para El Diario 24)
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¿Sabe qué era un tumbadero, o nunca pagó por “eso”?

Esta es una nota sin apego a la corrección política ni a esos tiquismiquis modernos que esconden, en sí mismos, otras perversiones más grades. Deje de leer si tiene un alma sensible o, como decía el Dante: “Lascia te ogni speranza voich' entrate”, frase que solamente en italiano tiene fuerza expresiva. Pero, vamos a lo nuestro.

Muchos de quienes leen este artículo no han conocido un prostíbulo, saben por mentas de qué se trataba, pasaron por la puerta pero no entraron: unos tenían miedo quizás, otros lo harían por convicción, el resto dirá: “Nunca he tenido la necesidad de pagar a una mujer”. Bien por usted, felicitaciones. Yo he conocido casi todos los de Santiago del Estero y La Banda y algunos de Tucumán. Repito, si no le gusta el tema, ya sabe, haga otra cosa, no siga leyendo esto.

Estaban habilitados como bares y había una luz roja iluminando la estancia. Es mentira que de noche todos los gatos son pardos: ahí eran colorados. En las paredes quizás había un afiche de Sandro o del Potro Rodrigo y sentados alrededor de las mesas, varios tipos, alguno con una chica sentada en sus rodillas. Pasaban cumbia a todo volumen, pero no se bailaba. Flotaba una alegría triste, si me permite el brutal oxímoron, más un atroz olor a acaroina y otro tufo particular.

¿Eran lugares pesados? Nunca estuve una situación jodida, de tiros, líos,peleas y sillas volando. Pero claro, casi siempre los hombres iban al final de su noche, a esa hora no hallarían nada mejor para lo que en castellano antiguo se llamaba “desfogarse” y en criollo es “sacarse la calentura”. Muchos no agarraban coraje suficiente para ir a la casa de una ingrata y pegarle cuatro tiros, como suelen hacerlo en estos tiempos; en estos lugares hallaban triviales consuelos para sus desventuras amorosas, dicho sin ánimos de justificar a nadie. Si usted iba solo o con amigos tranquilos, todo bien, además, detrás de la barra había un ñato que sí o sí, andaba calzado: todos lo sabían: mejor portarse bien, hacer sus cositas y mandarse a mudar piolas.

Una aclaración. No eran bares de alterne, donde una prostituta, a cambio de que el punto tome unos tragos caros, oye sus desventuras y al final hacen lo suyo. Tampoco eran cabarets, con cantantes de tango o de boleros y enanos, quizás un mago, mujeres bailando semidesnudas, quienes por unos pesos iban a la cama con un cliente. No señor. Eran tumbaderos, palo y a la bolsa, quizás la escala más baja del ambiente.

Uno llegaba, se sentaba, pedía una cerveza o no pedía nada, y al instante se le acercaba una chica y, sin pedir permiso se sentaba en sus rodillas. Lo saludaba: “Hola papito” y preguntaba su nombre. Si quería le decía la verdad, si no le mentía. Pero podía decirle era: “Soy policía”. Un conocido hizo el chiste y lo sacaron de las orejas. ¿Es posible que vendieran drogas ilegales? Alguna vez estuve, como periodista, en un allanamiento de los Federicos a un prostíbulo de La Banda. Hallaron sobrecitos, algún que otro pucho y un Colt 32 del tipo de atrás de la barra. No eran niñas de convento pero tampoco narcos. O sí y no me di cuenta. Al otro día largaron a las chicas. Los clientes se retiraron sin ser molestados, tanto los que esperaban como los que estaban haciendo los deberes.

Al rato de conversar con la chica en las rodillas, uno le preguntaba el precio, lo más barato era un “simple”, después venía “media francesa”, luego “pose”, luego otro más, innombrable. Lo más caro era “media hora”, pero pocos la pagaban. Había un —digamos— servicio especial, el “Bravozorro”, descrito en un cuento que flota en la nube de Google. En quince minutos debía hacer todo, si no, venía el ñato del Colt y golpeaba la puerta no muy amable. Las chicas eran maestras en hacer que uno diera todo de sí en esos pocos minutos, casi nunca fallaban.

Se pagaba por adelantado en la habitación, también con luz roja, la chica salía le daba la plata al Colt, volvía, hacían lo suyo y listo. A veces, pícaras y gauchas, después advertían: “Ponete el calzoncillo del derecho, así no te descubren en tu casa”.

Algunos iban buscando una chica en especial, les habían dicho que había una morena, “Karen”, pongalé. Pero ya no estaba. Las tenían 20 días y las mandaban a otros tumbadero o volvían a su pago. Los puntos no se debían acostumbrar, después se enamoraban y comenzaban los dramas.

Hay varios mitos. Es mentira que no besan, la mayoría quiere besar, pero uno se negaba, quién sabe con quién habrán estado antes. Otro: no tienen conciencia de lo que hacen o les gusta. Mentira, cuando quedaban solas les brotaba un llanto desgarrador, capaz de hacer añicos el alma del más duro.

Ganan bien. Parece, pero no. El pasaje para venir, se lo pagaban ellas. Luego, ya instaladas no las dejaban salir a ninguna parte. De hecho, si salían las hacían volver con la policía. La mitad de lo que ganaban quedaba para el patrón del tío Colt, de la otra mitad, la mitad era para el cafisho que cerró el trato. Y el resto, descontada la comida y sus gastos en el lugar de estadía, que les compraba otra persona, era para ellas. Monedas. Eran explotadas, pero al menos tenían un lugar seguro, ahora andan por las calles, expuestas a lo que venga y con la competencia de los travestis.

Si ha llegado a esta parte, le diré la verdad, éramos unos desalmados, sabíamos lo que había al otro lado del mostrador en estos lugares de explotación a la vista y no nos importaba o decíamos “siempre ha sido así, quién soy yo para cambiarlo”.

No es una justificación, pero le diré: al menos nos gustaban las mujeres, a muchos, ahora les gusta abrir la puerta para ir a jugar, siempre y cuando tenga picaporte.

Y es todo, amigos, no diré nada más del asunto. Por ahora.

Juan Manuel Aragón                   

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