26/12/2021

Opinión

La dimensión de la fama se conoce cuando se pasa la puerta del cementerio

Por: Juan Manuel Aragón
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La dimensión de la fama se conoce cuando se pasa la puerta del cementerio

Después de muerto, con el tiempo, las historias del héroe local se van diluyendo. Al año de finado quizás alguien se acuerda y le dedica un homenaje, una efeméride. Pero pasa el tiempo y son menos todavía quienes guardan memoria acerca de su vida y hazañas, al siguiente año son solamente dos o tres y finalmente es olvidado.

Es mejor ser un difunto desconocido, alguien anónimo, sólo el día de su fallecimiento tenido como torta principal de la fiesta, enterrado, llorado por tres o cuatro y luego olvidado, y no el personaje secundario a cuyo funeral asisten dos o tres notables del pueblo, hay discursos en la puerta del cementerio, loas en los diarios por las hazañas realizadas y después chau, ¡suerte que crepó!, mirá si seguía vivo y debíamos seguir rindiéndole cortesías por ese olvidado acto de altruismo de hace 20 años, ¡uf!, qué pesado, che.

Los próceres principales se aseguran el reconocimiento eterno, a veces de su solo pueblo, en ocasiones de todas las demás naciones sobre la faz de la Tierra, ahí están Aníbal, Julio Cesar, Napoleón, Winston Churchill, Yuri Gagarin, parte de un puñado de privilegiados conocido en todos los pueblos del mundo.

Luego vienen los héroes nacionales, registrados por un pueblo en particular, una etnia, un grupo grande de gente. Ahí entran Golda Meir, José de San Martín, Gamal Abdel Nasser, Jorge Washington, Hiroito y un puñado bastante más numeroso que el anterior.

Los héroes locales gozan del privilegio de ser ignorados por completo en las villas vecinas, en una distancia de pocos kilómetros son vagamente reconocibles, su nombre, apellido y señas particulares se perderán en la desmemoria, quedando solamente inscrito en los libros de los historiadores especializados.

En la cola de esa larga fila, a cuyo frente figuran los santos y quienes dieron la vida por su patria, figuran los personajes parroquiales, cuyas anécdotas circulan de boca en boca, corregidas y aumentadas por los vecinos, sabedores de que la patria es el barrio de la infancia y la primera juventud. Casi todos caben aquí con sus apodos y alguna característica que los hizo amables para el resto, los simpáticos, hicieron de sus defectos emblema, bandera y gloria. Hasta quienes se abrazaron a la botella como última tabla de salvación, siguen animando reuniones en anécdotas traídas por quienes los sufrieron en la vida.

Y al final, como tropa venimos usted, amigo, y yo. Con suerte nuestro nombre figurará en la página necrológica de un diario, alguien nos nombrará en las redes sociales de internet. No faltará el tonto escribiendo cual hipócrita Mirtha Legrand de la tilinguería cibernética: “Besos al Cielo” —Dios no permita que hagan eso conmigo— y luego el mundo seguirá andando como si nada. Una seca lápida recordará a quienes visiten el cementerio, solamente el deseó para nuestro descanso en paz, como sucedió con nuestros padres, abuelos y pare de contar.

Somos carne de cañón de este tiempo, a nuestros trabajos nos debemos y con nuestra familia existimos. Nuestro rastro queda en las buenas acciones inculcadas a los hijos, hacemos mejor el mundo, en silencio y con sacrificio y no esperamos otra cosa para el último día, que morir con el nombre de Jesús en boca.

Todo lo demás es falso oropel.

¿No cree?

Juan Manuel Aragón                   

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