07/01/2021

Opinión

La sencilla vida de mi suegro, Perico Santillán

Escribe Juan Manuel Aragón - (Especial para El Diario 24)
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La sencilla vida de mi suegro, Perico Santillán

Mi suegro fue un gaucho sin alardes, no iba a andar haciendo papelones de a caballo por la vida, como otros que sofrenan el flete en la plaza del pueblo para demostrar su criollismo. Por su trabajo, carnicero de pueblo chico, conocía unos 40 kilómetros o 50 kilómetros a la redonda de su casa, camino por camino, senda por senda, picada por picada.

Crió a sus hijos, tres mujeres y tres varones para que fueran duros, decididos, fuertes, emprendedores y solidarios. Y lo logró. La vez que me enamoré de la mayor de las hijas, estoy seguro de que me tocó la grande de la lotería. La mañana después del casamiento el 19 de enero, día de la Virgen Desamparada en el Fisco de Fátima, cuando nos fuimos, cuentan que se largó a llorar.

Se llamaba Pedro Ignacio Santillán, le decían `Perico´ y, según recordaron los vecinos, los amigos, los parientes para graficar su alegre disposición y su bonohomía: “No tenía mal día”. La vida lo llevó a ser carnicero a la manera antigua: salía de a caballo a buscar un animal en algún pueblo vecino, después de esperarlo en la represa y enlazarlo, lo llevaba acollarado hasta la casa para carnearlo, lo aserraba a mano porque no había electricidad y luego, siempre con los hijos de ayudantes, repartía la carne en sulky. Se dice fácil, pero era todo un trabajo, desde venir con una vaca o un novillo que se negaba a caminar, por varias leguas, sin agua, al rayo del sol, hasta salir de urgencia a vender la carne porque en ese pago y en ese tiempo no había heladera. Una vida sencilla pero sacrificada.

Si le daban a elegir entre un kilo de asado o un viaje a París con todo pagado, no lo dude, amigo, se quedaba con la carne y que se haga agua la Torre Eiffel. El completísimo cosmos de su vida empezaba en un lugar del norte de cuyo nombre prefiero acordarme, el Aibalito. Para el poniente terminaba en Tucumán y para el sur en Santiago. Después venía el resto del impreciso mundo, la “terra incógnita”.

Coqueto a su manera, de joven hacía que las hijas le arrancaran los bigotes canos que le iban naciendo. Hasta grande había sido un buen arquero, jugando siempre para El Aibalito, por supuesto, autor de recordadas atajadas, luego de los empates, en esos partidos de hacha y tiza que ya no se repiten en el pago. Cuando las hijas se le fueron haciendo grandes, se enfurecía si de lejos, los changos le gritaban “¡suegro!”.

Al llegar la nietada no permitió que le dijeran abuelo sino “Papilo”.

Hombre de pocos discursos, cuando le pedí la hija, sentado en la puerta de su casa, con toda la familia a la vuelta, solamente advirtió: “Si es para bien, estoy de acuerdo” y eso nomás fue, no necesitamos más para entendernos.

Veníamos de culturas distintas, opuestas diría, pero jamás hubo un sí o un no entre nosotros, lo mismo que con mi suegra. Después de casados, con mi mujer abusamos de su hospitalidad las veces que necesitamos, que no fueron pocas y jamás se le borró la sonrisa del rostro. Siempre nos recibió como lo siguen haciendo mi suegra y mis cuñados y cuñadas, felices por la visita.

La madrugada del 3 de enero de hace varios años, se sintió mal, se descompuso y en un rato murió. Justo el 2 había cumplido 60 años, uno menos de los que calzo ahora.

Una costumbre del pago es poner en el cajón del finado las alpargatas con que iba a cazar, su gorra, cosas así: mi mujer ubicó una camisa no estrenada que le había regalado unos días antes y así todos. Yo hallé una bala de carabina 22 y sabiendo que le gustaba ir a cazar, la dejé caer en una orilla así tiene, al menos, una munición para distraerse en el Cielo, en caso de que haya corzuelas, conejos, palomas, chanchos o cualquier otra clase de aves. También se le ubica entre las manos, un piolín negro, torcido con otro blanco y cada uno debe hacer un nudo, así se acuerda de llevar un mensaje a alguien en el Cielo. Le hice decir a mi tata que estamos bien y que trato de seguir sus pasos, sobre todo cuando escribo. En fin.

El pueblo entero fue a acompañar a la familia durante el velorio.

Lo seguimos extrañando.

Juan Manuel Aragón                   

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