19/10/2021

Opinión

El Citröen 3CV, más que un auto, un regalo de la ingeniería francesa

Escribe Juan Manuel Aragón - (Especial para El Diario 24)
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El Citröen 3CV, más que un auto, un regalo de la ingeniería francesa

Voy a escribir de nuevo —otra vez sopa, sí— sobre el Citröen 3CV, el regalo más maravilloso que hizo la ingeniería francesa al redondo mundo, más que los aviones Mirage, los autos Peugeot o los Renault, la porcelana de Limoges, las carteras Louis Vuitton, la moda de Coco Chanel, los supermercados Carrefour, los artículos de Le Coq Sportif, las remeras Lacoste, los imposibles modelos de Christian Dior, las gomas Michelin o esa máquina de provocar suspiros en todo el mundo, Brigitte Bardot: Dios la conserve eternamente joven, rubia y desenfadada.

Los franceses nunca superarán la feísima hermosura de un auto que hizo historia en la Argentina, recorrió pampas, valles, salinas, montañas, selvas, cenagales, desiertos, pasó por lodazales peligrosos, se metió en las hondonadas, saltó vallas, conquistó lejanos confines y siempre salió indemne. Peleó contra la nieve, el viento en contra, monstruos horribles intentaron hacerlo recular, los feroces indios lo persiguieron, se metió con exaltadas suegras y ganó por lejos, un titán, el guacho.

Era el más barato entre los autos económicos de aquel tiempo, cuando todos traían carburador y la nafta se regía por las sugerencias de la Organización de Países Exportadores de Petróleo, último intento mundial de quitar la fijación del precio del combustible a las grandes potencias. En ruta, a la velocidad crucero de 60 kilómetros por hora, hacía 15 kilómetros con un litro y con eso le bastaba para que en ningún otro saliera más barato viajar. Cuesta abajo y con viento a favor, el velocímetro llegaba a marcar 120 kilómetros por hora con el acelerador a fondo, el techo de lona flameando al viento, las chapas temblando y el chofer creyéndose un Carlos Reuteman, un Nelson Piquet. ¡Juan Manuel Fangio!

Sus formas redondas y contundentes, su palanca de cambios rematando en una bola esférica, el sonido del motor, ¡su maravillosa suspensión!, los asientos que se sacaban para hacer un picnic, el techo que se enrollaba para dejar que entrara el aire fresco, todo era femenino en ese vehículo. Hasta sus colores, amarillo patito, azul eléctrico, verde cata, rojo furioso, parecidos a los tiempos psicodélicos que se vivían.

Hubo otros autos pequeños, quizás tan entrañables como el 3CV, ahí está el Fiat 600, que llevaba su motor donde debía estar el baúl y el baúl donde tendría que haber ido el motor, lo mismo que el Gordini y el Dauphine. Pero, ¿sabe qué?, eran autos con más lógica. El Citröen en cambio, con sus alerones ridículamente grandes haciendo de guardabarros, su forma de bicho cascarudo, la refrigeración a aceite, los faros como dos ojos saliéndose por adelante, de tan ridículo a algunos les parecía —y era ciertamente— hermoso.

Alguna vez, por aquellos perdidos caminos del departamento Jiménez, en Santiago, en el bajo de la Mesada que ahora, pavimentado, se pasa al galope corto, se habían enterrado hasta las orejas dos poderosas camionetas y un camión grande. Mi madre lo encaró, en su Citröen (patente G015181 de Santiago del Estero, obvio), repleto de chicos, con dos de ellos sentados sobre aquellos alerones, para darle más fuerza a las ruedas delanteras, ¡y lo pasó de punta a punta!, como quien dice, con la fusta bajo el brazo y saludando a la tribuna. Alguna de mis hermanas creo que les hizo pito catalán a los rudos choferes que nos vieron pasar casi flotando sobre aquel río de más de un kilómetro de ancho.

Dejo para el final un detalle que no era menor en aquellos tiempos: era un auto barato, sus dueños eran una maestra de Santiago del Estero y el padre de Mafalda, un obrero de Córdoba y una humilde familia de pequeñísimos viñateros de Mendoza. Había entre los fabricantes una preocupación porque todos tuvieran su auto y quienes han disfrutado el Citröen saben que más que un vehículo significaba la extraordinaria ocurrencia de andar sobre cuatro ruedas y llegar a destino. O correr la aventura de quedarse en el camino, algo que sucedía también a veces, y tener algo que contar después, a los amigos.

Circulaba por los infinitos cielos de la patria llevando a una manga de aventureros, siempre sonrientes, siempre contentos y jubilosos, dando alaridos de felicidad cada vez que se cruzaban con un camión o con un ómnibus, porque se les inflaba el techo y los hacía tambalear en medio del camino.

He escrito estas líneas, sobre un auto que no debió dejarse de fabricar jamás, pues siempre iba a haber un pobre al que le alcanzaría la plata para comprarse uno. En esta época gris metalizada que vivimos, un poco de la psicodelia que el Citröen dejaba a su paso, quizás le infundiría nueva vida. Quién iba a mirar su telefonito, si estaba pasando este milagro de la técnica de los franceses delante de sus ojos.

Juan Manuel Aragón

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