11/11/2020

Opinión

Instrucciones para criar un perro en la calle Tucumán de Santiago

Escribe Juan Manuel Aragón - (Especial para El Diario 24)
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Instrucciones para criar un perro en la calle Tucumán de Santiago

Un solo perro tuve en mi vida. Nunca le puse nombre, para qué, no hacía falta, si tenía uno solo. Era de una raza indefinida con algo de pastor alemán luterano, Káiser Carabelle, unas gotas de Ahorra Grande—Aurora Grundig y otras veinte sangres corriéndole por las venas, todas de alegres madres vagabundas. Se alegraba si me oía silbar un tango, alguna chacarera, y movía la cola de forma frenética cada vez que le daba los restos del guiso o le llevaba bofe comprado con rebajas en el mercado.

Nunca he sentido afecto ni algo parecido por estos bichos. Ellos son perros y nada más. Este tenía su lugar y yo el mío, él dormía en la galería y yo en mi cuarto, él comía en un plato de plástico en el piso y yo con cuchillo y tenedor y mi plato arriba de una mesa, él se quedaba en la casa y yo salía, él allá y yo aquí. Su único deber era acompañarme, el mío terminaba en la obligación de darle agua y comida, ponerle tres o cuatro vacunas indicadas por el veterinario, mirarlo de vez en cuando y pare de contar. Me lo dieron de cachorrito y como nunca había visto otro ser vivo, salvo yo, sospecho que se creía yo.

Un conocido vino de visita una vez, me preguntó su nombre y sólo para no convertirlo en tema de conversación le dije: “Se llama Llon”. “¿Cómo Kennedy?”, preguntó. No le respondí, hablar de perros es una falta de respeto a nuestra investidura de cristianos, charla insulsa, vacía, pueril. De viejas frívolas y mal entretenidas, ¡báh!

Las tardes de invierno, cuando leía en el patio, como en ese tiempo fumaba, al terminar el pucho, trataba de acertárselo de un tincazo en la oreja. Nunca lo logré más por mi mala puntería que por el perro: no lo esquivaba confiando en mi supuesta amistad. Intenté con Particulares 30, Parisiennes, Ducados y 43/70. Jamás le di. Me quedó como una asignatura pendiente.

Fue después de aquella mujer que, en buena hora, decidió que era tiempo de salir a callejear mundos, digámoslo así, con amores más redituables, a fin de no quedarse con un mediocre fracasado como yo. En vez de refugiarme en otros brazos, tal el consejo de los infaltables amigos sin ley, me encerré en una casa prestada, en la calle Tucumán y viví unos meses —no sé cuántos— cual ermitaño de medio tiempo, pues debía salir a trabajar todos los días para pagar mi comida, la del bicho, los cigarrillos y alguna que otra visita a mujeres, también dedicadas a los fugaces amores redituables, mire usté la casualidad. Samaritanas del amor les dicen los muchachos del café.

Aproveché la soledad para perfeccionar mis pocos conocimientos sobre el origen de las palabras, con la ayuda del viejísimo Diccionario General Etimológico de Roque Barcia y leí quichicientas mil novelas, agenciadas en una biblioteca popular, cuyos generosos préstamos siempre he agradecido: devolvía los libros más que nada, porque si me los quedaba no tenía dónde ponerlos. Casi todos eran policiales, total: me acabé aburriendo para siempre de los detectives.

Después de un tiempo largo viviendo en aquella casa, un buen día me la pidieron. Le avisé al dueño que me iba a una pensión, le rogué quedarse con el animal, no iba a llevarlo conmigo, pues no había como tenerlo en mi nuevo domicilio, además me había cansado de su mirada siempre atenta a mis actividades. Prometió cuidarlo, darle de comer, esas cosas. Le dije: “Se llama Bobi” y luego me hice el de acariciarlo un poco. Puse cara de nostalgia anticipada, suspiré falsa y profundamente y me mandé a mudar para siempre. No sentí nada cuando me marché. Ese bicho había tenido una buena vida gracias a la infinita tristeza de un tiempo inacabable y desconsolado.

Unos meses después pasé por la casa de la Tucumán. La puerta estaba entreabierta. Lo llamé con un silbido, creyendo que no estaría, pero desde el fondo vino ladrando enfurecido. Al parecer lo tenían trabajando de guardia de seguridad privado.

Me fui antes de terminar mal con el único ser vivo en el esférico mundo a quien conté en alta voz y sin timideces vanas, cómo eran las penas del desamor, cuando una mujer elige otro cielo para aullar a la luna. Y otro perro para roer ese hueso, obvio.

Juan Manuel Aragón                   

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