17/12/2021

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Historia de una vida sencilla y de un amor cuajado en la distancia

Por: Juan Manuel Aragón
Historia de una vida sencilla y de un amor cuajado en la distancia | El Diario 24 Ampliar (1 fotos)

Historia de una vida sencilla y de un amor cuajado en la distancia

Antes de romper el alba aparta las colchas, silenciosa. Se viste, agarra los tachos limpios, la manea, el lazo chileno, y enfila para el corral. Primero mete las vacas. Después suelta uno a uno los terneros. Cuando toman el apoyo los ata en el algarrobo y ordeña, baquiana, con una precisión que le viene de la madre y a la madre de su madre, a su abuela de su madre y así. Todas las mañanas igual, de lunes a lunes, de marzo a octubre. El verano no sirve, dice, se echa a perder, se corta.

Al volver despierta a los chicos mayores para ir a la escuela. Ellos creen que es natural una taza de leche caliente en la mesa de las mañanas. A veces tiene un leve color café y un gustito diferente, sacado con cascarilla comprada en el pueblo si le sobran monedas.

Él anda de cosecha en cosecha, a veces regresa con plata, otras ocasiones no gana mucho, deja lo poco que ha conseguido en la caja del hueco de atrás del ropero y consigue una changa en el pago, para no andar de balde el tiempo sin trabajo en otras partes. A Balcarce fue algunos años a la desflorada de maíz; a Catamarca y La Rioja para el tiempo de la aceituna, Mendoza y San Juan, la uva. Una vez lo llamaron para la cosecha de papa, le anoticiaron: es el trabajo más duro de todos, hasta diez horas agachado, la nariz contra la tierra. Ya no era chango de veinte años, andaba por los cuarenta largos y fue a probarse. Pagaban bien y no quedaron desconformes con su trabajo, pero después ya no llamaron gente del pago y no volvió a ir.

Conocido es cuando está por irse a la cosecha porque llena la casa de gallinas, pavos, chanchos: carne para la familia hasta su regreso. Antes de salir, la vez pasada, le enseñó al mayorcito a manejar la escopeta. “Si necesitan carne, mate una liebre, una perdiz, una corzuela, cualquier clase de ave”, lo instruyó. El chango le reclama, pues en la escuela le han enseñado que hay animales en peligro de extinción. Él se ha puesto muy serio y solamente ha dicho: “Qué sabrá el maestro lo que es el hambre y la necesidad”.

Criollo de antes, orgulloso, le ha prohibido a la mujer andar firmando papeles en los boliches del pueblo. “Si necesita algo, liquide los chanchos, venda la mula y la zorra, remate las vacas y los terneros, pero no deje su nombre ni el mío en una libreta de almacén”, recomienda cada vez que hace su monito para mandarse a mudar otra vez.

Aprendieron a quererse con un amor cuajado en la distancia, un cariño que no conoce la vida moderna de las ciudades, por eso en poco tiempo la casa estuvo llena de niños, buenos alumnos, guapos, cuatro fuertes changos y tres hermosas chinitas. Si Dios quiere, cuando tengan edad y se pongan duritos, los ha de llevar para que le den una mano en Chilecito, La Rioja, o en un lugar que se llamaba Corralitos en Mendoza, Serodine en Santa Fe o en una sierra de la que no recuerda el nombre en la provincia de Buenos Aires.

Cuando enfila para el corral ella piensa en la vida que le ha tocado. Ruega a la Virgen que los chicos sigan sanitos, que llueva para la chacra y que hueveen las gallinas, así los cambalachea en el almacén de la villa por un cuaderno que le han pedido al segundo de los varones o alpargatas para la otrita.

A la mañana, después de agregarle sal y suero a la leche para hacer el queso del día, se seca las manos en el delantal y ensaya un rezo de agradecimiento porque hasta el momento Dios no les ha hecho faltar ni comida en la mesa ni ropa para vestirse. Y los hijos son sanos, fuertes, lindos, animosos y entendidos. Viera.

Juan Manuel Aragón                   

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