16/12/2021

Opinión

Una sombra ya pronto serás

Por: Juan Manuel Aragón
Una sombra ya pronto serás | El Diario 24 Ampliar (1 fotos)

Una sombra ya pronto serás

Yo fui uno de los tantos que no hizo nada para salvar la acequia de la Belgrano, en Santiago del Estero, estuve todo el tiempo viendo cómo se la llevaban, pero no hice nada. Me faltó coraje para hacer algo por ella. Entre gallos y medianoche, un día nos dimos con su ausencia. Una vuelta de hoja apenas y ya era un recuerdo, una referencia, una reminiscencia de quienes la nombraban de tarde en tarde, pero nada más.

¿Si era linda, me pregunta? Fue lo mejor de la ciudad, pintó de todos los colores nuestra infancia, pero entonces no lo sabíamos.

Cuando me averiguan cuál es mi generación, siempre respondo lo mismo, vengo de los tiempos cuando los músculos respondían, el vino era tinto, rosado o blanco y la esquina de la casa de uno era una referencia histórica, no un lugar para poner un cartel indicador. En una época del año la infancia se apasionaba con figuritas, al mes siguiente —no se sabe bien por qué— andábamos juntando etiquetas de cigarrillos para jugar y al tiempo ya nos habíamos pasado al trompo. En agosto hacíamos volar barriletes y en diciembre le dábamos duro a los cohetes aunque reventase el vecindario.

Y siempre, pero siempre-siempre ella estuvo con nosotros. Nunca nos abandonó, ni siquiera en la larga siesta de sopor y Padrenuestro de Juan Felipe y los Taboada. Ella vivía ahí desde antes de la llegada de los abuelos de los abuelos. Nunca nos había fallado. Eternamente la habíamos tenido para nosotros. Bajo su sombra recuperábamos el sonido de la vieja aldea que habíamos sido y tal vez no queríamos dejar de ser.

Y como tantas otras veces en la vida de nuestra novela colectiva, nos quedamos en la vereda de la casa, sentados en las reposeras, viendo pasar el cadáver de los amigos.

No éramos ajenos a la modernidad, no nos oponíamos a lo nuevo —cómo estar en contra, si nosotros, los nuevaoleros fuimos los inventores de la nueva ola— sólo queríamos que los nuevos tiempos tuvieran el mismo rostro humano de antes de Platón, desde la Atlántida o quién sabe, desde más antes también.

Quizás por la vergüenza que sentimos al no haberla defendido, los santiagueños de más de cincuenta años a veces preferimos desconocer su existencia histórica. Queremos creer que nunca la cruzamos, era un sueño premonitorio de un pasado inexistente; la avenida Belgrano nació hace mil años como un páramo de árboles de metal, una nube de cables tapando el Cielo, territorio de cemento caliente, a 80 grados de temperatura, tardes de enero sofocante.

Cuando decidieron extirparla, como en ese tiempo era pecado no creer en el progreso indefinido de los pueblos, nos quedamos tranquilos, observando cómo tumbaban de golpe y porrazo lo único que tenía esta ciudad de verdaderamente característico, lo único original, lo único amable, maravilloso. Y fresco.

Cuando la leyenda de la vieja acequia de la Belgrano se comenzaba a esfumar en la memoria y ya casi nos conformábamos con su pérdida, un sueño espantoso comenzó a aparecer en el horizonte de la patria. Los santiagueños volvimos a hacer nuestra ofrenda de sangre, pero algunos ya estábamos acostumbrados a la cobardía. Y vimos pasar la historia desde atrás de los visillos.

Otro sí digo. Se dice que Francisco de Aguirre trasladó la ciudad, más o menos al lugar donde ahora está el Lawn Tennis. Las inundaciones del Dulce hicieron que las casas se corriesen al poniente hasta dar la espalda a la vieja acequia. Hay quienes sostienen que el primer emplazamiento, el de Juan Núñez, fue en lo que luego sería el barrio 8 de Abril, en la Balcarce y Francisco Viano. Pero otros arriesgan que más bien sería a la altura de la Universidad Nacional. Si la tesis —digamos— universitaria tiene razón, entonces Santiago siempre estuvo ligado a la acequia Belgrano.

Otro sí más digo. En noches oscuras cuando la ciudad cabecea su sueño eterno, los viejos álamos de la Belgrano vuelven a mecerla en una canción de cuna, según han referido, policías apostados en las inmediaciones a lo largo de su viejo recorrido. Los testimonios coinciden: parecen barcos mecidos por la niebla. Pero nada es seguro cuando la ciudad duerme.

Juan Manuel Aragón                   

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