25/11/2020

Opinión

Lo que sucedió cuando se juntaron a conversar la hormiga y la cigarra

Escribe Juan Manuel Aragón - (Especial para El Diario 24)
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Lo que sucedió cuando se juntaron a conversar la hormiga y la cigarra

Un buen día la hormiga tocó la puerta de la casa de la cigarra. En el norte le decimos coyuyo, pero es más famosa con el otro, en todo el mundo y no somos quiénes para desmentir a la mayoría.

—Pasá, sentate, ¿quieres algo de tomar o de comer?

—No, muchas gracias, ando apurada, debo llevar una hojita al hormiguero y se me acaba el tiempo. Por eso te molesto un segundito para hacerte unas preguntitas, si tienes tiempo y no te parece mal.

—No, adelante nomás, vos sabes, tengo tiempo de sobra.

—Che, ¿no te cansa esa vida de andar de un lado para otro, cantando en piringundines de cuarta, para gente ignorante de la buena música o que solamente quiere es tomarse unos vinos mientras vos les alegras la borrachera?

—La verdad, no. Aunque no lo creas, está bueno eso de no saber si esta noche voy a tener dónde dormir y si lo haré con la panza llena o vacía. Gracias a la música, he tocado en palacios imperiales, en grandes teatros, en casa de gente entendida y en piringundines de mala muerte también. Y hasta el momento no sé con cuál quedarme, todos tienen su gracia, toco mi guitarra y si el mundo se viene abajo no me voy a dar cuenta. Mientras tenga la oportunidad de seguir con mi música, no me importa quién se pone a oírla al frente.

—Oíme, ¿no te gustaría vivir en una casa normal, con gente normal, levantarte todos los días a la misma hora, trabajar y honrar a Dios con tus tareas, buscando con esfuerzo que tus hijos vivan mejor, en lugares decentes, con vecinos que hacen lo mismo, ahorrando aunque sea unos pesitos en el banco?

—Sin jactancia te lo digo, me han mirado con amor princesas de ensueño, me acosté con ellas en sus magníficas residencias y también lo hice con sus madres, sus tías, sus primas, sus sirvientas y todas me hicieron feliz, les di las gracias y continué mi camino. Mientras no me saquen el instrumento y me quede un hilo en la voz, voy a seguir en esta vida. Cuando llegue el invierno, ya veré cómo me las arreglo.

—También quiero preguntar cómo haces para sobrevivir, para seguir tocando tu música todos los veranos, mientras yo me deslomo laburando y laburando. Mis hijos trabajan desde el amanecer hasta que se pone el sol, lo mismo mis nietos y mis padres y los padres de mis padres. Y nunca he tenido ni sábado ni domingo ni fiesta ni siesta. Y cuando voy al supermercado nunca me alcanza la plata para comprar lo necesario. En cambio vos no haces nada, te levantas a las tres o cuatro de la tarde, pasas la vida con tu guitarrita, meta chingui-chingui, cantando de farra en farra, y no tienes ninguna preocupación.Si en vez de cantar te dedicaras a trabajar, una te podría dar una mano, pero vos sos una vaga.

—Estás equivocada, amiga. Si bien Dios me entregó el don de la música, también ensayé mucho, aprender a tocar un instrumento, ejercitar la voz, tomar clases de vocalización, memorizar las notas en el pentagrama. Vos lo ves desde afuera y parece fácil, pero no lo es.

—Vos sos un vago, un haragán, en el invierno vienes a golpear la puerta de casa para conseguir comida y no te damos nada porque no te gusta trabajar, te pasas de joda en joda y la gente como una, que se levanta todos los días a la madrugada para conseguir una hojita no le gusta la gente como vos.

—Pero no nos quejamos. La mayoría no quiere darnos una mano cuando llega el tiempo de la sequía. Pero en las casas de los pobres siempre hallamos cobijo, nos dan cama y comida caliente y ni siquiera piden que cantemos alguito. Se sienten felices de dar una mano, saben que los artistas somos así, comprenden sin compartir la esencia de nuestra filosofía de vida.

—Si una sola de nosotras te diera comida, las otras la picaríamos hasta matarla, porque hemos hecho nuestros hormigueros con mucho sacrificio, nadie nos regala nada, pagamos los impuestos, estamos al día con la luz, el agua, el gas, el cable de la televisión y la cuota del colegio de los chicos. No le debemos almacenero ni al kiosquero de la esquina, nadie nos va a señalar por ociosas.

—¡Oye! No me quejo porque durante el invierno no me convides comida, no compres mis discos, no vayas a verme en el teatro o a la peña, y ni siquiera me des una moneda cuando me veas tocando por las calles. Vivo al día, me gasto feliz lo que gano, no guardo en el banco, no lleno la alacena, pago los impuestos justos y necesarios, pero no me ufano ni me quejo por eso. ¿Gano diez?, gasto diez, ¿gano mil?, gasto mil, ¿no gano nada?, no como nada. Mis días están llenos de los colores y sabores de la incertidumbre. Mi vida es un eterno conocer gente nueva, aires frescos, públicos diferentes hablando idiomas desconocidos.

—Eso es lo que no nos gusta de tu vida…

—Ya lo sé, a vos te gustan los días iguales, la rutina de saco y corbata todas las mañanas para ir al laburo, almuerzas a las doce, no duermes la siesta, sigues trabajando y a veces no descansas ni de noche. Que te aproveche, hermana, yo prefiero morirme de frío en el invierno a andar renovando plazos fijos, desalojando inquilinos, hablar con abogados, rematando casas, discutiendo con los contadores, metido en juicios. Dejame con mi vida. Y este invierno, si quieres darme alguito, dame, si no, no hay drama. Yo voy a seguir cantando, vos seguí la tuya.

Juan Manuel Aragón                   

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