23/12/2021

Opinión

Los medios ayudan al vaciamiento cultural

Por: Juan Manuel Aragón
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Qué hacer ante la pérdida del gusto por lo nuestro

En estos últimos tiempos hemos perdido el gusto por los sabores y los gustos autóctonos y solamente nos parecen buenos los venidos de otras partes, envueltos en plástico o nombrados en idiomas extraños. Incluso sabores exóticos, hasta hace pocos años comunes en la mesa familiar de los argentinos hoy son despreciados: el viejo , queridoy nunca bien ponderado dulce de batata o membrillo con queso ahora se consume en pocas casas. Lo mismo sucede en la ciudad ¡y en el campo!, con la tuna, el mistol, la algarroba, a esta altura del verano y de una pobreza atroz acechándonos, pandemia mediante, son considerados poco menos que excremento y barridos, quemados, desechados como basura.

Pueblos enteros han perdido su identidad cuando murió el último sulky. Nadie pide volver al carro, a la mula, si una motocicleta o un auto hacen el mismo trabajo con menos esfuerzo, en menos tiempo y sin tanto dinero. Pero en muchos lugares la llegada de los medios de comunicación masivos y de los motores a explosión, terminaron con sellos distintivos de cada región, como casas con hermosas y singulares fachadas, entre otras marcas y señales.

Hay artesanos que bien podrían haber seguido fabricando sus artículos, pero fueron desechados injustamente, por su condición de trabajadores locales. “Qué va a saber ese, si toda su vida vivió a la vuelta de casa”, dicen.

Carpinteros magníficos debieron cerrar sus talleres pues se prefirió el plástico u otros materiales modernos en vez de los viejos muebles: sillas, mesas, sillones, mesas de luz, roperos, perchas, posavasos, yerberos y una miríada de otros objetos, hechos con materiales autóctonos, dando un valor agregado a la madera mucho más precioso que el poste, la leña, el carbón. O la infausta topadora.

En los últimos años se fueron las últimas mujeres que sabían ordeñar una vaca, hacer un queso o el pan para consumo la familia. Prefirieron la leche en bolsas de plástico, el queso comprado en el supermercado, con ingredientes raros,las indicaciones en letra diminuta, cuando las traen, y el pan con agregados que solo los panaderos conocen, antes que esos mismos alimentos frescos, bien hechos, sanos y seguros.

Los pueblos más chicos fueron vaciados de su cultura y ya no se distinguen unos de otros. Se han quedado sin señas de identidad propia, mataron de indiferencia a los viejos sabios que indicaban, hasta hace poco, cómo debían hacerse las cosas para sacarles más provecho. ¿Tejer en telar?, en muchos lugares es una antigualla propia de veteranos sin destino. ¿Usar el cuero para trenzarlo y venderlo a los turistas, aunque sea?, ocupación de vagos, dicen. ¿Usar la bosta de vaca como abono de las plantas?, salga de aquí, usted está totalmente loco, le espetarán. Lo moderno es el anuncio del festival folklórico del pueblo en un cartel de plástico y artistas foráneos tocando las mismas repetidas y cansadas chacareras, zambas, gatos, yaravíes, que tocaron en todos los pueblos, la tradición en guitarra eléctrica, rastas, tachas y tatuajes con signos en japonés que nadie sabe qué quieren decir.

Lo mejor es que tenemos un pueblo —le responderán— con barrios de casas iguales unas a otras, como en todo el norte y que terminamos con los algarrobos, quebrachos, mistoles, chañares de los alrededores, para quedarnos con plantitas traídas de otra parte para parecer Oklahoma o París, ¡sí!, che.

Nadie pide el regreso a un pasado imposible, sino solamente aprovechar lo mejor que tuvo ese tiempo, hermosearlo dándole nuevos aires, más al gusto de los nuevos tiempos, adaptarlo mejorándolo, en una palabra, para presentarlo como una tradición que supo renovarse antes de morir del todo, en medio del fárrago de modernidad vacía que nos rodea.

Tarea ardua, por supuesto. Quienes lo han intentado dicen que con un hábito con las aristas pulidas también se vive. Cuestión de probar.

Digo, pero quién sabe, ¿no?

Juan Manuel Aragón                   

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