09/12/2019

Tucumán

Matías, el de Alpachiri

Escribe Juan Manuel Aragón - (Especial para El Diario 24, de la República de Tucumán).
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Matías Llanos, el de Alpachiri

No ha querido pasar al otro lado del río que venía crecido después de la tormenta. Conoce los cerros, dice que no les teme. Pero aclara: “Es respeto, señor, sólo respeto”. Con un modo natural y una paciencia que quizás le venga de los abuelos de los abuelos, de chico me enseñó los asuntos fundamentales del campo: ensillar un caballo, enlazar un toro matrero, aguaitar a la corzuela, tomar mate amargo, los nombres de las plantas del pago, armar un cigarrillo, encender fuego con el último fósforo perdido en el fondo del bolsillo del pantalón, matar una víbora.

La señora nos avisó que no volvía y salimos a buscarlo con su compadre, Pablo Albornoz, vecino de toda la vida y pariente. Partimos con el lucero encendido a ver si lo topábamos en su vuelta a la casa. A veces traer un animal atado a la cincha no es tarea fácil, el vacuno no quiere caminar y se hace trabajoso llevarlo de un lado al otro. Al menos tratamos de cubrirnos con ese pensamiento para no sospechar cosas peores.

No lo supimos sino hasta dos días después cuando lo rastreamos. Había dejado dicho que iba a campear una vaca que talvez anduviera perdida el lado de la Laguna del Tesoro, pero en la rastrillada que hallamos, venía solo. Se llamaba Matías Llanos y fue un hombre tan sencillo toda su vida, que es posible que hoy en el pago pocos lo recuerden por su nombre. En Alpachiri, quizás los viejos se acuerden de uno que, de vez en cuando aparecía a comprar mercadería en el boliche, en sulky con la patrona a su lado, endomingado y serio tras sus finos bigotes renegridos. “Pocas ocasiones voy al  poblado”, recordaba. “No me gusta  hacerme ver por esa gente”, decía casi con desprecio; jamás había conocido otra forma de dormir que no fuera bajo las estrellas que estaban justo encima de su casa, salvo cuando hizo el servicio militar en Monte Caseros, provincia de Corrientes.  “Ahí me hice hombre” comentaba, inflando el pecho con una sonrisa asomándole por los ojos.

El río pechó para el otro lado en una vuelta que hace después de un cebil grande, no sé si conoce, y dos días después, con la correntada pampita, sus huellas están perdidas justo en ese sitio. Nos miramos en silencio con el compadre Pablo, apuramos los montados. El miedo nos empieza a romper el corazón, como una certeza negra, mientras el sol baja por los cerros haciendo tintinear la mañana tucumana en los altos nidos de las catitas. Es un día precioso. Seguimos buscándolo.

Debemos dar un rodeo, hay huellas de nuevo, al parecer trató de cruzar y volvió de nuevo a la huella. Sus pasos se internan por bajo las plantas y luego de una revuelta, vuelven a la orilla del Cochuna. Y de repente ahí está Matías, en un claro, de espaldas contra una piedra parece que busca algo en el agua. Nuestros caballos se asustan, pegan un resoplido, se espantan y quieren volver atrás. Después de atarlos así nomás, nos acercamos corriendo.  Está morado, tiene una piedra encima de las piernas. Con una mano alejo una mosca que se le posa en el ojo abierto. Sin decirnos nada, empezamos a arrastrarlo hacia la orilla.

El compadre me pide que vuelva a las casas a dar aviso. Emprendo el apenado regreso, quizás sea la última vez que vaya a ese pago lindo. El mediodía de los senderos del cerro se repleta de un brillo verde que no me deja ver bien. Una agüita salada me corre por la cara. Qué sabrá ser ¿no?

©Juan Manuel Aragón




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