Tucumán
modernidad
La luna colorada

La luna colorada por Juan Manuel Aragón
Todos los años la villa cambiaba un poco, solo que no nos dábamos cuenta. Mi padre decía que antes la plaza había sabido tener un alambrado a la vuelta para que no entren los burros, las vacas, los caballos, pero cuando la gente no tuvo más animales, lo sacaron. Cuando llegó el camino, las calles de tierra se hicieron de ripio. Pero poco nos importaban aquellos cambios, porque muy de vez en cuando bajábamos del cerro, comprábamos lo necesario y volvíamos. Cada vez que íbamos parábamos en cualquier boliche de la plaza a tomar una cerveza fresquita sin darnos cuenta de que estaba por cambiar todo lo que habíamos dado por hecho desde siempre. Había un aire dando vueltas por todos lados, pero arriba, en el pago todo seguía igual.
Una de las últimas veces, bajamos al pueblo en el carrito del abuelo, se lo pedimos para acarrear lana de las ovejas que no vamos a usar, cueros de cabrito para la curtiembre y unos cuantos quesos con ají. También llevamos tres lazos, media docena de cabestros y unos rebenques que habíamos trenzado para cambiarlos por yerba, azúcar, arroz, fideo, alpargatas, algo de tabaco y papel de fumar, esas cosas. Ya no había dónde dejar atado el vehículo así que mingamos a una familia amiga que lo tenga cuidando mientras hacíamos los encargos. En unos meses que no habíamos ido, la villa estaba cambiada del todo, repleta de turistas. Han puesto unas casillas para vender artículos, diz que regionales pero son cosas nunca se han visto por aquí. Y por primera vez nos criticaron las obras que queríamos vender. Decían que eran fuertes y que seguramente con esos lazos se pialaba un toro mañero, pero que ahora la gente los buscaba para colgarlos de la pared de la casa y no servían, “muy toscos”, se quejaron. También advirtieron que no llevemos más lana porque el colchonero del pueblo se había muerto y ahora se usaba la goma espuma, vea usté, ¿no?
Un buen día no pudimos dejar más los matungos atados en los palenques de los boliches de la plaza, simplemente porque los habían sacado. Decían que estorbaban a los visitantes, que les quitaban espacio para estacionar sus autos y daban mala vista. Entonces nos alejamos del centro del pueblo, nos manejábamos por las orillas nomás. Ahí seguía todo igual por fuera, pero la gente estaba distinta. Los vecinos ya no se saludaban cuando se topaban, los hijos se empezaron a vestir a la moda y empezamos a ver algo que no habíamos visto nunca, que la modernidad también traía pobreza. Los ranchos de antes, ahora eran chozas, los patios eran un basurero de cosas viejas, las sillas de plástico reemplazaron a las viejas de cuero y madera y la gente se empezó a pelear por macanas. No digo que antes no hubiera disputas, ´pero al menos se agarraba por cuestión de animales hallados antes de que los pierda el dueño, cosas así. Ahora, cada nada andaban borrachos, hermanos contra hermanos, padres contra hijos, yernos contra suegros, un entrevero de riñas de cristianos, vea.
Quisimos tomar una cerveza en el boliche de siempre y estaba cambiado, la puerta era de vidrio y en las paredes habían colgado maneas, estribos, aperos, un guardamonte y varias macanas más “para ver eso me quedaba en casa”, dijo mi hermano menor. Nos preguntaron si queríamos la cerveza con papitas o maníes y dijimos que no, que traiga un sánguche de milanesa, tan rico que lo sabían hacer ahí. No había. Ofrecieron hamburguesas, pero no aceptamos. Estaba lleno de turistas, en la mesa de al lado hablaban de una tirolesa y fuimos a ver. Era una soga de acero en la que se largaban los gringos desde arriba, como yangas. Nosotros nos miramos asombrados. Uno que estaba ahí dijo: “Esto es lo que venimos a buscar, color local” y nos reímos por dentro, aunque en ese tiempo no sabíamos qué quería decir “color local”.
De vez en cuando llegan a casa de visita gringos de a caballo. Traen aperos que ya quisiéramos, botas de montar y alforjas repletas de comida. Los recibimos como lo hacemos con toda la gente que cae al pago. Les convidamos nuestra comida, los hacemos dormir en nuestras camas, los llevamos a los corrales de pircas para que se saquen fotos y al día siguiente, bien tempranito los acompañamos a la salida del valle para que no se pierdan. A veces miran con codicia nuestras prenditas, un lazo, una manea, un bozal, se los regalamos porque nos enseñaron que es de buen criollo: “Lleve don, para que siempre nos recuerde”, les decimos. Mi tata nos tiene penados que no les recibamos nada. Por ahí quieren dejarnos un billete en la mano, pero no les permitimos. “Que nadie opine que ha comprado una noche con nosotros”, dice.
Esa nochecita, volviendo a casa nos empezamos a acordar de lo que habíamos visto. No sabíamos cómo le contaríamos a la gente aquellas cosas asombrosas. El carro traqueteaba lento por esas huellas que bien conocíamos. Uno armó un cigarrillo y pasó el tabaco y el papel para que hagamos lo mismo. Algo me dijo que el mundo ese que conocíamos quizás ya no estaría nunca más, pero al ver el familiar rostro de mis hermanos iluminado por la luz de los fósforos, me tranquilicé.Sobre el cerro apareció, inmensa y colorada la lunatucumana de siempre. Cerquita gritó el zorro. Estábamos cerca.
©Juan Manuel Aragón